Friday, August 22, 2008

Primeras páginas (II)

Hidrografía doméstica (novela)
de Gonzalo Castro

Uno


Me miro los pies. Otro día. Hace una semana que tengo miedo, y que busqué por todas partes. De todas maneras puede tratarse de un error, porque muchas veces me pasa de confundir los sentimientos. Sentir calor y era angustia. Sentir como una opresión en el pecho y era sueño. Por suerte puedo quedarme en la cama a analizar todo esto.

El vivir sola me ha dado madurez, en el medio del bosque, un auténtico vergel. A veces abro la puerta y es un desierto lunar, el frío entra por los poros de mi casa y yo estoy en la cama.

La cama más grande del mundo. Nadie tiene una cama así. Mis padres tienen una cama grande en la que supongo que malamente se aburren y así y todo es chica al lado de la mía. Mis amigos de mi edad tienen camas de juguete, camas para dormir. Unos amigos más grandes tienen camas en todo caso como la de mis padres, pero todos suponemos que se divierten un poco mejor, aunque algunos se la pasan llorando. Quizá es mi influencia. Yo nunca lloro, pero creo que a veces inspiro a llorar.


Mi cama ocupa los veintidós metros cuadrados de mi casa, en una de mis primeras coincidencias de predestinación generadora. Entonces mi casa está hecha para un colchón de dos plazas, tres colchones de una plaza, y un colchón de tamaño indefinido, sábanas, mantas parciales, retazos de acolchados, almohadas y almohadones, todo seguramente robado a mi familia.

En mi casa es ley estar descalza, y mala costumbre andar en piyama. Mi casa está en el fondo del gran jardín de la casa de mis padres, y además del gracioso espacio mullido tengo un baño de fantasía con dos viejas bañeras con patas, como dos Behemots obedientes, paralelos (una historia bastante larga y que favorece a mi padre, aunque después él se haya arrepentido), y vidrios, espejitos de colores, caracolas (maravillas por las cuales una entregaría todas esas inútiles piezas de oro y plata a las fuerzas realistas).

Afuera, mi patio pequeño; después empieza la frondosidad, la anchuria arbolada, la vegetación subtropical, supertropical, y más allá lo de ellos, la parquización, la piletización olímpica. Pero en mi patiecito tengo una parrilla, un anafe y un horno de barro auténtico (nuestro planeta consta de tierras y aguas, los dos elementos base para producir barro), pero clausurado.


Necesito dormir.

Primeras páginas (I)

Semana (novela)
de Sebastián Martínez Daniell

Lo mejor será

Escuchen todos. Escuchen cómo trina... ¿quién es que trina entre los muebles? Sí, escuchen cómo trina... o cómo canta...; de un modo curioso. Yo conozco ese canto insistente, que también es el canto habitual... Y conozco esa voz. El canto de esa voz potente que viene desde lejos. Es un último ruego remoto. Un mensaje ultramarino saboteado por el oleaje. Lo que queda de un trino devorado por las criaturas del mar. El resto de una intención. Lo que queda del mejor grito. O quizás es el canto a media voz de alguien muy próximo. El susurro íntimo de un ser inaudible. Es una injuriosa demanda al oído que proviene desde dentro. Con persistencia. Desde dentro y en una lengua extraña. Ya está. Cesó, desapareció. Lo mejor será que siga durmiendo.


Una recta inagotable

Cada día que comienza me esfuerzo por mejorar, por progresar. Recorro el escarpado camino de la auto superación. Soy un hombre que no teme alcanzar día a día nuevas metas. Pongamos como ejemplo el tabaquismo. No me conformo con ser un adicto al cigarrillo. No me satisface sólo fumar mecánicamente sin objetivos ni perspectivas. Fumar sólo para terminar un cigarrillo y, al rato, encender otro sin un plan directriz, sin un concepto que sustente la práctica. Por el contrario, intento ser un profesional del cigarrillo. Fumar cada día más. Cada día en peores circunstancias. Me apena no tener suficiente fuerza de voluntad para poner el despertador y levantarme en la madrugada a fumar un cigarrillo más.

Y esta mañana, ¿qué? Abrir los ojos y fumar, por supuesto. Y no es placentero. Es un verdadero martirio este primer cigarrillo y su denso humo que atraviesa la garganta reseca, antes de tomar un vaso de agua, antes de lavarme los dientes. La boca pastosa y los pulmones que reciben la primera laceración y se resisten al penoso proceso del tumor y la metástasis. ¿Qué más? La luz del helio consumiéndose en el vacío y entrando por la persiana. El entumecimiento de los miembros y la lejana voluntad de cambio. En la calle, a través de la ventana, apenas los escucho, un niño con su madre.

El niño, más que llorar, grita. No es el llanto desesperado del sufriente. Es un grito urgido, innecesariamente urgido. Grita con fuerza, con mucha fuerza. Aturde. No articula sentido. Sólo vocales. No tiene nada para expresar. No hay ninguna exigencia concreta, es sólo un grito que espera ser atendido.

La madre lo mira. Se avergüenza. De reojo nos mira a todos, se siente nerviosa. Está en una encrucijada. Impone su autoridad o cede ante el ridículo. Se hace fuerte. Toma del brazo al niño y lo sacude.

El niño grita cada vez más fuerte. Con la boca cada vez más abierta. Sin dolor, con voluntad de poder. Quiere algo y está convencido de merecerlo. Sus gritos pierden intensidad a medida que el aire va vaciando sus pulmones. Pero inspira violentamente y vuelve a gritar. Cada vez más fuerte.

Ahora la madre también grita. Pero son gritos diferentes. Son gritos racionales, intentan convencer al niño de algo. De que deje de gritar. Le grita que deje de gritar. Luego baja la voz y le habla. Que sea bueno. Que la gente los mira. Que está haciendo papelones. Pero fracasa y calla. Balancea la mano y le pega.

El niño llora. Llora y grita. Grita porque ya venía gritando. Llora porque siente impotencia. Los dos se van. Los miro irse y miro el teléfono. Ah, sí. El teléfono, el mensaje, la amenazante intermitencia del contestador automático. Esa luz suave y verdosa que colma el espacio alarmando sobre los riesgos de la mirada y la pulsión escópica. Luego se ausenta invitando a Morfeo a trazar una recta inagotable entre el letargo de las siestas y los desmayos de la nocturnidad. Y así alternativamente.
Presiono el botón pertinente y el ganador es... ¡Tosca! Ella, regresando de su segundo desayuno, ya preparada para tachar todas las anotaciones de su agenda mientras yo todavía intento reunir los pedazos sueltos de lucidez. Ya te llamo, Tosca. Será lo primero que haga en cuanto termine de convocar a la plana mayor de Pinkerton & Pinkerton y demos con ese huidizo teléfono. ¿Que te llame? Sí, claro, más tarde te llamo. Sí, sí, chau para vos también.

Tenía una escueta intención de llamarla. Y grandes intenciones de seguir durmiendo. Eso haría si no fuera por esto que se clava en mi sien. Por supuesto. La antena del teléfono que asoma por debajo de la almohada. Y ese amanecer nos acongoja a todos.