Wednesday, October 17, 2018

"Es lindo saber que hay cormoranes cerca"

Por Ted Hodgkinson para Granta

Al Alvarez es crítico, ensayista y poeta; entre sus muchos libros cabe destacar El dios salvaje —un estudio sobre el suicidio que explora también su relación con Sylvia Plath y Ted Hughes, así como su propio intento de suicidio—, Crónica de un gran juego —sobre su pasión por el póquer—, Feeding the Rat —sobre montañismo—, Where Did All Go Right? —su autobiografía—, y el más reciente En el estanque (Diario de un nadador). Este último libro es un relato luminoso y divertido acerca de sus visitas diarias a los estanques de Hampstead Heath, y de cómo el agua fría logra detener milagrosamente —aunque más no sea por un rato— el envejecimiento.



—Este libro se encarga de recordarnos que incluso en una ciudad como Londres nunca estamos tan lejos de la naturaleza como podríamos creer (o al menos no tan lejos de un cormorán). ¿Diría que esta cercanía con lo agreste le resultó una especie de fuente de vida?

—Es lindo saber que hay cormoranes cerca, ¿no? Y sí, la naturaleza me resulta definitivamente una fuente vital. No sé bien qué habría hecho sin todo eso. Vivo en Hampstead, así que tengo la naturaleza acá nomás. Por otra parte es un lugar en el que suceden muchas cosas, y también está lleno de gente interesante. Los personajes con los que comparto el estanque son una inmensa fuente de vida y de historias.


—¿Sería correcto afirmar, como el propio diario sugiere, que los baños helados que le obligaban a darse en Oundle, donde estudió como pupilo, le inculcaron el gusto por el agua fría?
—Sí, me gustaban bastante esos baños con agua fría que me daba en Oundle, aunque en aquella época hacían una cosa insólita: llenaban las bañeras la noche anterior y las dejaban hasta el día siguiente para que se enfriaran un poco más. Y eso era así todo el año, verano o pleno invierno, y siempre dejaban abiertas la ventanas. No sé bien cómo sobrevivimos, ¡pero lo logramos! Cuando volvimos con mi esposa, hará unos siete u ocho años, el lugar parecía un hotel de lujo.


—En el estanque también postula que ese tratamiento con agua helada, por llamarlo de alguna manera, le generó el deseo de enfrentarse a lo extremo, a lo desconocido, desde un momento muy temprano de su vida. Y que luego esto lo condujo a su amor por el montañismo, el póquer y, desde luego, por la poesía. ¿La poesía supone enfrentarse a lo desconocido?
—La poesía consiste efectivamente en enfrentarse a lo desconocido. Porque además no alcanza con que un poema esté bien: tiene que estar todo bien. Basta una sola palabra equivocada para que todo falle. No importa si el poema tiene quinientos versos o cinco. Si hay una sola palabra fallida, todo se traba, y uno sabe que no va a poder terminarlo hasta que cada parte encaje en el lugar correcto. Es una especie de amalgama rarísima. Aunque parecería que yo ya dejé de escribir poesía.


—Sin embargo algo que resulta muy estimulante es que este diario es una forma de no detenerse. Está lleno de poesía y de alegría. Y por momentos también tiene una irreverencia maravillosa: cuestiona a escritores como Beckett, por ejemplo.
—Lo que pasa con Beckett es que es escritor maravilloso, pero tiene una visión muy pesimista de las cosas, ¿no? Sus obras tienen esos diálogos geniales, siempre elusivos, y esas contradicciones que no llegan del todo a ser contradicciones, pero aun así cada tanto se equivocó. ¡Y sin embargo Beckett puede tener razón y estar equivocado al mismo tiempo!


—A lo largo del libro aparecen reiteradamente varios escritores, en particular Sylvia Plath y Ted Hughes. Haber reflexionado acerca de su vínculo con estos dos poetas, ahora que pasó cierto tiempo, ¿cambió su perspectiva respecto de ellos?
—Sí, cambió. El otro día estaba releyendo a Plath y es francamente una poeta excelente, inteligente. De hecho creo que terminó siendo mucho mejor que Hughes. Por supuesto que él ganó todos los premios, y tiene una placa en el Rincón de los Poetas, en Westminster... Sí, ok, es muy bueno, pero no es tan bueno, mientras que ella es cada vez mejor. Lo cual me resulta curioso, porque antes no lo veía de esa manera. Hace poco estuve en Estados Unidos y conocí a muchos fanáticos de Plath, de los cuales muy pocos habían leído a Ted. Y cuando volví a Inglaterra y vi que era él el que estaba en Westminster pensé: ay, cómo nos equivocamos. Cuando empezaron a estar juntos ella le leía sus cosas, y él le hizo pasar momentos bastante duros, por decirlo de alguna manera. Sus primeros poemas no eran muy buenos, pero los que escribió cuando lo dejó —o tal vez sea más acertado decir: cuando lo echó— son extraordinarios. Cuando pienso en aquella época descubro algo curioso: estaban estos dos poetas jóvenes, y los dos me gustaban, pero en determinado momento en esos últimos años, algo cambió para Sylvia. En realidad lo que sucedió es que Ted había seguido haciendo lo que sabía hacer, de un modo un poco automático, en tanto que ella tuvo ese año extraordinario en el que escribió sin pausa. Y en ese momento dio un salto notable. En sus comienzos era una poeta más bien aburrida. Leí su primer libro, y no estaba mal. Te dejaba con la sensación de que podía dispararse para cualquier lado; pero sus poemas tardíos, durante ese última año de vida, fueron una cosa fenomenal e inesperada. Lo que pasó, lisa y llanamente, es que Ted se fue, y ella de pronto se dio cuenta de que se había quedado con esa especie de pozo de ira del cual echar mano, y logró escribir sobre eso. En ese momento todo lo demás quedó en segundo plano.
Ya separada de Ted, Sylvia me empezó a mostrar esos poemas a mí. Sentía que yo sabía cómo leerlos, lo cual es cierto. Lo que sospecho ahora, pensándolo bien, es que cuando ella escribía un poema luego con Ted se ocupaban de desmontarlo por completo, y viceversa. Eran muy intensos, hablaban mucho sobre ellos. Cuando se separó, me vino a ver. En esa época yo vivía muy cerca, y ella venía a casa a leérmelos. Creo que el mero hecho de que yo estuviera ahí ya le resultaba una ayuda. Me parece que era lo que necesitaba. Entonces le hacía algunos comentarios. Sabía que yo era del bando de Ted, que admiraba su poesía. Pero las cosas que ella produjo en esos meses eran infinitamente superiores.


—¿Cree que en ese último año Plath estaba escribiendo para Ted o en contra de Ted?
—Creo que estaba escribiendo para hacerse escuchar. Y eso es lo más importante. Quería dejar registro de todo eso, y lo hizo admirablemente. Cuando se conocieron él era muy, muy bueno, pero creo que ella terminó superándolo. Todo lo que escribió en ese último año de vida es absolutamente extraordinario. Hay poetas así... Keats, por ejemplo, y también Yeats, porque es capaz de cambiar súbitamente.


—Shakespeare aparece un par de veces en el diario, sobre todo con King Lear. El libro me recordó algo que dice el bufón en cierto momento: “¡Es una noche espantosa para nadar, tío!”.
—No había pensado en ese verso. ¡Muy bueno! El bufón y Lear son dos personajes que se complementan maravillosamente. Nadie fue tan bueno como Shakespeare, ni remotamente. Y esa tal vez sea la obra más triste.


—Parece sentirse muy a gusto con los otros nadadores del estanque. Muchos de ellos son ex atletas, o bien gente que ha corrido grandes riesgos en su vida. ¿Qué le atrae de personajes así?
—El hecho de que yo mismo hice ese tipo de cosas. Escalé mucho, y jugué un montón al póquer. El estanque es un lugar muy divertido, nos reímos mucho. Creo que todo lo que te haga reír es bueno.


—En un momento de En el estanque se refiere al agua helada como un elemento hostil, “casi tan hostil” como su primer matrimonio.
—Ja. ¿Dije eso? Es acertadísimo. Mi primer matrimonio fue un desastre absoluto. El segundo fue maravilloso.


—¿De cuál de todos los aspectos de su vida le habría gustado tener un poco más?
—Me habría gustado que hubiera más poesía, pero hice lo que pude. De todos modos tuve una vida maravillosa. Y no me arrepiento de nada.

—¿Qué consejo le daría a un escritor joven?
—Que se divierta.

—¿En qué momento se dio cuenta de que el diario que estaba llevando era en realidad el libro sobre el trance de envejecer que tenía ganas de escribir?
—Qué curioso que lo menciones. Fue idea de mi esposa. Yo tenía intenciones de escribir un libro sobre la vejez, pero me enfermé un poco, y parece que eso le dio el impulso para hacerse un poco cargo del trabajo.


—¿Así que acá también hizo su aporte una Vera Nabokov?
—Sí, muchísimo.

—¿Todavía cada tanto va al estanque?
—El año pasado estuve pésimo de salud, pero estoy tratando de recuperarme como para poder volver a nadar. Todo ese año sin natación me enloqueció. Lo que hago ahora es lo que hacen los que no nadan: me meto al agua y salgo de inmediato. Necesito curarme del todo y poder retomar como corresponde.


Poesía, adrenalina, vejez

Por Christian House para The Telegraph


“Al está en el jardín de invierno, pase”, me dice Anne Alvarez con una sonrisa “radiante como un amanecer”; así la definió alguna vez su marido. Y es una descripción perfecta. Y es que hace ya más de medio siglo que Alvarez –poeta, crítico, novelista, escalador, aficionado al póquer– viene capturando la esencia de las cosas bellas de manera simple y elegante.

Serpenteo por los pasillos en penumbras de la casa de los Alvarez –una vivienda angosta ubicada en el barrio de Hampstead–, mientras los destellos de la mañana invernal se abren paso hasta los marcos de los cuadros, y salgo a las hojas y a la luz donde Alvarez suele sentarse a contemplar sus plantas. Anne me ofrece un café en el momento en que Al despide galantemente a la fotógrafa de The Telegraph.

A sus 83 años, Alvarez conserva todavía cierto aire de mosquetero –amplios pectorales, bigote fino y blanco–, y aún impone una presencia vital y masculina a pesar de que hace cuatro años un ACV lo dejó literalmente por el suelo. “Los indicios estaban ahí, pero elegí no verlos”, cuenta en su nuevo libro. “Tomé un par de cucharadas de sopa, me incliné hacia adelante para cargar una tercera pero me deslicé de costado, me caí de la silla y no pude volver a levantarme.”

En el estanque es una incorporación muy acertada en un corpus literario ecléctico que incluye libros sobre poetas, escaladores y tahúres –toda gente que ha investigado, de una forma u otra, la importancia de la técnica–. Ya se trate de la métrica de un poema o la cadencia de un relato, de una soga durante una escalada o el modo de revelar una mano de póquer, Alvarez comprende la importancia del ritmo y sabe cómo usarlo oportunamente. En este caso, y utilizando como prisma narrativo una década de chapuzones en los estanques de Hampstead Heath, se concentra en el modo en que la vejez va ralentizando el tempo de la vida. En el estanque –un diario de natación que comienza en 2002– está salpicado de charlas, apuntes sobre los cambios que traen las estaciones, un coro griego de gallaretas y la aristocrática presencia de una garza de lentísimos aleteos.

“No pasa nada, y esa es la gracia”, asegura Alvarez, y estalla en una carcajada. El libro revolotea entre sus chapuzones en el Estanque Mixto, lleno de sauces que se asoman sobre el agua, y los espacios abiertos del Estanque de Hombres. “Lo mejor sucede en el de Hombres”, dice. De hecho la amistad masculina es una suerte de estribillo recurrente en este relato fragmentario. “Es un gran lugar. Está lleno de conocidos. Y tal vez una de las cosas más interesantes es que se trata de gente que jamás veo fuera de ese ámbito.”

Los hombres del estanque conforman una pandilla variopinta: están los guardavidas, capitaneados por el paternal Terry, y los habitués a los que deben cuidar, entre los que se cuentan Chris Ruocco, sastre de Kentish Town, y Mike King, ex estrella pop que alguna vez supo ser telonero de Sinatra. “Se parece bastante a un club”, dice Alvarez.

La natación en los estanques de Hampstead quedará ligada por siempre a la temperatura y la resistencia. “Me encanta. Y el hielo es parte del placer. La natación de verano no cuenta”, se ríe. Su desconfianza sobre la temperatura que marca el termómetro de los guardavidas es de hecho uno de los chistes recurrentes en el libro. Y en tanto el montañismo ha sido su otra pasión extrema, la natación es algo que lo acompaña desde los once años, cuando se dio su primer chapuzón en la pileta pública de Finchley Road, durante los bombardeos alemanes a Londres.

“Ver las cosas a vuelo de pájaro es mucho más difícil que verlas desde el nivel del agua. Se puede seguir nadando en la vejez, algo que no sucede con el montañismo”, explica. “Tengo amigos que todavía esquían, Dios me libre. ¿Pero alguno que siga escalando? Eso se acaba a los sesenta, más o menos, a partir de esa edad la cosa se complica”.

Las dificultades que trae la vejez es uno de los temas centrales en esta crónica. Y su frustración por verse obligado a ceder ante lo inevitable es evidente (hace ya veinte años que Alvarez no escala). “Es agobiante. Pero es algo que sucede, es así. Ahora tengo ochenta y pico. De hecho soy tan viejo que casi no recuerdo lo viejo que soy. Envejecer tanto es una cosa sumamente extraña. Y también sucede que uno empieza a cerrarse un poco.”

Hace rato ya que su amor por la poesía y la adrenalina deja un tanto perplejo al establishment literario. “Tal vez no soy más que un viejo anticuado que viene haciendo esto mismo hace muchísimo tiempo. No veo la necesidad de diferenciar una cosa de la otra”, dice. “Auden tenía un hermano que escalaba muy bien. Auden jamás escaló, pero su hermano sí, y me acuerdo que leí eso con una sensación de: ah, sí, entiendo de dónde viene”.

Alvarez conoce de poesía y de poetas tal como un maestro vinícola entiende de cepas y viñedos. Y es un tema que aún lo convoca, aunque de un modo un poco lúgubre. Los poetas contemporáneos, cree, son casi todos “de segunda mano”. Y cuando le sugiero que el único poeta vivo en la conciencia pública actual es Seamus Heaney, suspira. “Eso también es cierto, y últimamente ya no es tan bueno, ¿no?”, se ríe. “Tienen una vida útil acotada. Yo, por ejemplo, soy mucho menos inteligente que antes”.

Su exitosa carrera empezó a mediados de la década de 1950 como crítico de poesía y editor de The Observer, donde trabajó diez años. Era un momento crucial en el desarrollo de la escena literaria británica: la batuta aún estaba en manos de escritores más grandes, como Edith Sitwell, pero ya a punto de ser arrebatada por los autores de “El movimiento”, entre ellos Kingsley Amis y Philip Larkin. Dos acólitos de la escena, Ted Hughes y Sylvia Plath, llegarían a ser amigos íntimos de Alvarez.

“Me parece que me tocó vivir un momento muy importante para la poesía inglesa, cuando Ted, Sylvia y algunos otros estaban cambiando el panorama”, dice. Las reflexiones sobre la mortalidad que emergen en el libro son muy oportunas. Este invierno se cumplen cincuenta años del suicidio de Plath, un hecho que Alvarez narró en El dios salvaje. La musa de Plath era la muerte, explica. “Una ironía espantosa. Sylvia alcanzó su mejor momento recién en su último año de vida, más o menos. Pero después de su muerte la obra de Ted fue casi íntegramente un homenaje a Sylvia. Se dio cuenta de había hecho algo tremendo al abandonarla”.

En el corazón de la escritura de Alvarez no anida el machismo ni una búsqueda por la mera emoción, sino más bien el deseo de vivir la vida con convicción. De hecho En el estanque describe la natación de agua fría casi en términos divinos. “En Londres es muy difícil encontrarse con manifestaciones celestiales, así que entre los gaviotines, el canto de los pájaros y este día radiante vuelvo a casa con un sentimiento de bendición”.

Ya incapaz de nadar por culpa de una pierna dañada, ahora visita el estanque casi como un adolescente enamorado. “Voy un rato, contemplo el agua y me pregunto por qué no estoy ahí”, dice Alvarez. Y mientras termino el café me sugiere que haga lo mismo. De modo que dejo en paz a los Alvarez para que puedan almorzar y parto hacia un helado Hampstead Heath.

Cuando cruzo la entrada al Estanque de Hombres me saluda un guardavidas alto y afable. Le explico que vengo por recomendación de Al. La pizarra anuncia una cifra gélida, y abajo una aclaración: “Frío según cualquier manual”. Sonrío y pienso en la desconfianza de Alvarez respecto de esos números garabateados en tiza banca. “Bueno, se supone que ayuda a forjar el carácter”, dice el guardavidas cuando uno de los nadadores sale del agua y pasa temblando frenéticamente al lado nuestro. “Ahí tenés: su carácter quedó irreconocible de tan forjado”.

El efecto Chejfec

Por Aquiles Zambrano


Piso 1
Teoría del ascensor (Entropía 2017), el último libro de Sergio Chejfec, asume desde el título la estrategia de la suspensión. Es una experiencia que producen algunos de sus libros. Un cierto levitar pausado por encima de la inteligencia (o la intelección) de las cosas cotidianas, quizás un efecto propiamente chejfeciano. Porque Sergio Chejfec ya no es sólo un libro, a la manera de esos autores cuyo mérito resulta de un título encumbrado, casi milagroso, que proyecta sobre el resto un interés subsidiario en su lectura. A estas alturas,  Sergio Chejfec es la totalidad de una obra o, más propiamente, como afirma Patricio Pron sin miramientos en la contratapa de éste libro, “uno de los acontecimientos más importantes de la literatura en español de la última década”.
Tiene razón, por supuesto, pero trato de evitar las afirmaciones grandilocuentes. Pues trato de recordar la palabra que usó el propio Chejfec cuando me le acerqué durante la presentación de uno de sus libros y le dije, sin el menor pudor, que yo lo consideraba un maestro. Chejfec, sospechando algún trasfondo irónico en mi consideración, como haría cualquier hombre que se precie de su inteligencia, me atajó con una palabra que ahora no recuerdo, pero que describía la idiosincrasia del venezolano. Quizás dijo vehementes, extravagantes, comedores de serpientes, propensos a la cháchara y el ruido, no lo recuerdo, porque en ese instante la conversación derivó, afortunadamente, hacia algunos nombres de la literatura venezolana que aquel extranjero en Buenos Aires conocía mejor que yo.
Es curioso, Teoría del ascensor abunda en textos sobre Venezuela. La huella de Caracas se percibe implícita o explícitamente a lo largo de sus páginas. El carro de Juan Liscano, por ejemplo, serpenteando por el valle camino a una fiesta de fin de año, trasportando a dos intelectuales exiliados en los setenta, Dardo Cúneo y Lorenzo García Vega. El gracioso secreto revelado por Victoria de Stefano sobre el verdadero nombre de un mendigo que, desde la mañana al anochecer, movido por un inexplicable deber ciudadano, se instala en una esquina de Sebucán, vestido de saco y corbata, a dirigir el tráfico. O la escena de una telenovela escrita por José Ignacio Cabrujas donde un hombre adinerado, también vestido de traje y corbata, duda en hacer o no una llamada, y cuyo desenlace humorístico es adoptado por Chejfec como “blasón secreto”.
Me sorprendieron esos destellos humorísticos en este libro. Por primera vez, luego de leer varios de sus títulos (de la experiencia un poco traumática de Lenta biografía, por ejemplo), una sonora carcajada me sacudió durante la lectura. Quizás Chejfec en Venezuela aprendió a reír. ¿Cuál es la lección especular que yo tendría que aprender en Buenos Aires?
Piso 2
El yo desmesurado ha venido discutiendo silenciosamente, en la oscuridad del anonimato, con el maestro a lo largo de tres años, más concretamente desde el 2015, en todo lo que ha escrito y amarrado, junto a las fieras tropicales, en el baúl. No tanto porque crea que hay algo en sus lecciones (que no las hay) que deba ser discutido, sino porque el yo vehemente del país caribeño no conoce, o más bien no puede ensayar otra forma de pensamiento que no sea dialéctico.
El yo exacerbado se da cuenta, sin embargo, que los libros del maestro no proponen ninguna tesis a la que él pueda oponer una antítesis; que, de hecho, si hay algo a lo que rotundamente se niegan sus libros es a proponer una tesis, a amarrar una definición taxativa o transparente. Pero allí es, justamente, donde su autodesignado discípulo le discute, pues considera que detrás de su poética de la irresolución, de la suspensión del juicio o la deliberada ambigüedad de sus textos, se oculta pudorosamente un empeño y una voluntad inquebrantables. En realidad, más que discutir la estrategia de suspensión del maestro, al yo desmesurado le interesa aprenderla, pero la única vía de aprendizaje que conoce es la dialéctica. Quizás lo que lo mueve a buscar una lección en sus libros (alguna clase de positividad) sea precisamente la decidida negativa de éstos a producir alguna.
Piso 3
Ascendemos en el ascensor de Chejfec hacia la incomprensión de lo que hace en este libro, suerte de compendio de sus temas clásicos. En uno de sus apartados, hacia la mitad del volumen, el autor describe una divertida lista que vincula novelistas a recetas gastronómicas. Su caprichosa y secreta intención, según sus propias palabras, es “cotejar dos órdenes autónomos entre sí, ambos pertenecientes a diferentes regímenes y cada cual bajo constante cambio”.
Pues bien… Una lista especular puede realizarse, no en relación a alimentos, sino a narcóticos. Probablemente no sea una idea tan original, y probablemente sea políticamente incorrecta, pero también me resulta divertida. ¿Qué droga podríamos asociar al nombre de Sergio Chejfec? Sin dudarlo un segundo respondería: al Clonazepan.
Como reconocerán sus lectores, algunos trayectos de su obra pueden producir somnolencia, pero también una plácida, elevada, felicidad. La suspensión, en su obra, también se experimenta como un estado narcótico. Todo forma parte del efecto Chejfec.
Piso 3 y 1/2
¿Y Mario Bellatin, autor frecuente en las disquisiciones de Chejfec, y también presente en este libro, qué droga podría corresponder al peruano mexicano? Bellatin es, quien podría negarlo, un viaje delicado y terrorífico con ayahuasca. ¿Y Rómulo Gallegos? Una mascada de chimó. ¿Y David Foster Wallace? Cafeína y azúcar en una lata de Coca Cola. ¿Y Fogwill? Bueno… ya sabemos qué sustancia corresponde a Fogwill.  
Piso 4
¿Teoría del ascensor es una suerte de compendio o índice de la totalidad de la obra de Sergio Chejfec? Podría leerse así, pero es mejor ser precavidos. En todo caso, habría que destacar el combustible léxico que proporciona. No me ocurre con otros autores. No me ocurre con Bellatin, ni con Saer, ni con Di Benedetto, por mencionar algunos escritores de nuestra lengua que figuran en el texto. El uso de palabras infrecuentes, no tanto ignoradas, sino infrecuentes, que sin duda has leído, pero que no estás seguro de conocer del todo, o no forman parte de la paleta de colores que sueles usar cuando escribes, y mucho menos cuando hablas; la combinación aún más inesperada de esas palabras, no lo sé, algo impreciso en la química que las organiza, imprimen a los textos su originalidad narcótica. Da la sensación de que el propio Chejfec también desconoce un poco sus palabras, como si una deidad extranjera se las dictara desde un lugar apartado de las secuencias habituales. De hecho, en un apartado menciona la dificultad de un traductor al tratar de volcar sus textos a otra lengua, lo que deriva en el autor intentando reescribir un párrafo o fragmento, traduciéndose a sí mismo. ¿Sergio Chejfec es intraducible? No lo creo. Si hemos disfrutado a Barthes en castellano, no veo por qué no podamos devolverle un Chejfec al francés.   
Piso 5
El yo desmesurado ahora piensa en la pobreza del vocabulario en relación directa con la pobreza material. Piensa en la metafísica de las finanzas, en las famosas tormentas cambiarias de la Argentina (donde es un yo extranjero), en las guerras comerciales entre potencias mundiales y el impredecible curso general de la economía. Ha comprobado en carne propia la reducción del presupuesto, y su consecuencia lingüística. Al dejar de leer con la frecuencia a la que venía acostumbrado, un poco por razones económicas y otro por desafortunadas configuraciones de la vida, las palabras que alimentan su subjetividad extravagante se pierden en la bruma. No es que las desconozca, es que de pronto las olvida, lo abandonan. Sabe que allí están, dormidas, esperando para saltar sobre su conciencia, pero cree que, por algún principio de economía psicológica, justamente, las palabras se repliegan durante los rigores del trabajo cotidiano. Puesto que no se requiere más que un puñado de palabras para dar cuenta de la realidad diaria, las otras, las sutiles, aquellas que describen los matices de las cosas, se desvanecen naturalmente. Un vocabulario mínimo se requiere para sobrevivir el mundo, pero en algún punto no del todo claro, piensa el yo, la acumulación se torna lujo.
Piso 6
Curiosa extranjería la del maestro. ¿Cómo puede ser la extranjería una experiencia lujosa del lenguaje? Las llanas verdades del inmigrante constriñen la riqueza espiritual de la lengua al ámbito del cuerpo. Predominio de verbos sobre adjetivos, de acción sobre contemplación, un puñado de sustantivos como monedas para transar con ese mundo ajeno, a veces amable, a veces hostil, la mayoría indiferente. El inmigrante suele exhibir una mudez desnuda, o en todo caso un lenguaje elástico, adherido al cuerpo. La verdad de éste y su degradación, la desnudez de su despojo político inevitable, no aparecen en la obra de Chejfec, al menos hasta donde el yo sabe. En Chejfec la extranjería es, sobre todo, una condición espiritual, abstracta, más interior, que exterior. El yo se inclina a creer que una literatura extranjera tiende a arreglarse con poco. El Kafka de alemán neutro, o directamente sin estilo, del que hablan Deleuze y Guattari; el punto de subdesarrollo de la lengua, su marginalidad, etc. Por eso resulta inexplicable el origen de la suntuosidad chejfeciana. Y más después de leer, hacia el final del libro, cosas como: “siempre los libros significaron un dinero que no abundaba; el costo se alzaba como una barrera infranqueable”. Entonces, entonces… ¿cómo puede ser la extranjería una experiencia tan abstracta, cómo puede la cotidianidad revelar tal cantidad de matices en sus libros, de dónde proviene el combustible léxico que alimenta el sistema Chejfec? Supongo que todo escritor exiliado acumula una riqueza interior en relación inversamente proporcional a la exterior. Como dicen: cultiva una lengua propia en oposición a la ajena. La no pertenencia al mundo externo lo vuelca hacia adentro. ¿El confort del dinero adormece la lengua, y la pobreza del exiliado la estimula? No estoy tan seguro de eso.  “Ser extranjero es una exacerbación lingüística”, dice, en todo caso, Chejfec, a propósito de Osvaldo Lamborghini.
Piso 7
Suspendidos en el penúltimo piso del ascensor, contemplo Caracas desde el aire, a través de las postales agujereadas por termitas que un presunto recién llegado Chejfec envía a amigos fuera de Venezuela. Nunca entendí la experiencia burguesa del flâneur. La ciudad como escenario dramático, el vagabundeo como excusa reflexiva, la digresión atada a la marcha, como si el texto se escribiera con la naturalidad del que camina. Mucho menos entendí esa experiencia en relación a Caracas, ciudad hostil como pocas latinoamericanas, tan poco propensa a ser caminada, en primer lugar, por las características del terreno (se trata de un valle sinuoso, con severas pendientes y declinaciones), y en segundo, por esa suerte de algarabía salvaje agazapada en cada esquina, el peligro de muerte violenta latente a cada paso. Si algo produce Caracas en la subjetividad de sus habitantes es un estado de alerta constante. La mirada paranoica sobre la espalda, el juego de ocultamiento y exhibición de las prendas según zonas específicas (aquí puedo sacar el celular, aquí no),  el sudor y la tensión de los músculos, preparados siempre para poner el cuerpo a tierra ante una balacera o para salir corriendo. No hay nada en Caracas que invite a la reflexión. Entiendo que la experiencia del flâneur surge en una zona difusa, del comercio entre la presencia en el espacio y la introspección. Pero abstraerte en Caracas, si quiera por un segundo, puede costarte un robo, o incluso la vida. Lo más que podría decir al respecto es que Caracas ofrece a sus transeúntes una experiencia extrema del cuerpo que, por su radicalidad, cancela toda posibilidad digresiva.
Aunque quizás exagero. Alguien podría considerar que la vista desde alguna de las cumbres caraqueñas dispone un estado de contemplación único, ideal para el ejercicio especulativo. Incluso alguien podría argumentar que el estado de alerta constante es propio de cierta burguesía amurallada y medrosa, incapaz de recorrer su propia ciudad a pie. Es verdad, pero más allá de eso, cualquiera que haya vivido Caracas a plenitud (para quien ésta haya sido una experiencia iniciática) necesariamente entiende la ciudad como una entidad hermosa y amenazante. La belleza mortal del crepúsculo, de la que habla Chejfec en el último parágrafo del libro; las postales agujereadas por termitas, que bien pudieron ser balas, como testimonio material de un paraíso, de una promesa que no fue. Es una experiencia que difícilmente puede ser negada y que tiene sus secuelas psíquicas. Porque la forma reflexiva que modula la ciudad de Caracas es fundamentalmente paranoica. Si hay una oportunidad para la especulación, ésta es paranoide. Si hay un resquicio donde puede florecer el ensayo, éste es paranoide. La mirada que recorre las fachadas y las calles carece de la placidez contemplativa, donde una cosa inerte puede revelar una naturaleza insospechada. Lo único que la mirada caraqueña revela es la amenaza. Está entrenada para detectar los signos del peligro (y si no los detecta, a inventarlos). El delirio de persecución no es infrecuente caminando por sus calles. Más que a la abstracción, caminar por Caracas ofrece a la psique una sobre inmersión en la ciudad. Es decir,  la digresión no se produce por el discurrir flotante de la mente que conecta recuerdos o ideas con los datos empíricos presentes en el espacio inmediato. Más bien la especulación paranoide caraqueña conecta datos empíricos presentes en el espacio inmediato creando una suerte de sentido hiperreal que señala la forma de la amenaza.  Si la digresión del flâneur se eleva sobre el espacio de la ciudad, la especulación paranoide indaga, penetra la membrana en busca de un sentido oculto. Nadie que haya vivido Caracas sale indemne de ella. Todos salimos agujereados por termitas.
Piso 8
Así como los caraqueños desconocen el frío (hecho que muy perspicazmente señala Chejfec), así mismo, desconocen la noche abierta. Un toque de queda cultural, generalizado, impone a sus habitantes el resguardo luego de la caída del sol. Las clases adineradas amurallan sus urbanizaciones y las populares esperan detrás de sus puertas la próxima balacera nocturna. El transporte público languidece y las calles se vacían. La pauta la marca la hora de cierre del metro, a las 23:30. Por eso, la nocturnidad en Caracas sólo es posible asociada al automóvil, en el traslado rápido de un punto a otro, de un encierro a otro. No hay nada parecido a una noche abierta. En buena medida, la omnipresencia del automóvil particular como dispositivo esencial en la experiencia nocturna de Caracas se deriva del precio irrisorio de la gasolina. Durante años, el bajo costo del combustible ha instaurado una cultura de la movilidad que organiza los grupos sociales alrededor del automóvil. No todos son propietarios de un carro, por supuesto, pero cada familia, cada grupo de amigos alberga en su interior a uno, quien asume implícitamente la responsabilidad del traslado de los miembros, quienes a su vez delegan en el propietario la voluntad sobre la hora y el lugar de los encuentros sociales. Nadie, o casi nadie, se mueve solo por la ciudad en la noche. Por eso Caracas es una ciudad que propicia la cohesión de clanes, grupos de amigos o familias que se desplazan en manada, que dependen unos de otros, que se cuidan unos a otros. La nocturnidad caraqueña teje vínculos afectivos entre sus ciudadanos. De ahí, quizás, la famosa hospitalidad de la que algunos dan cuenta.
Una de las primeras experiencias que recupera el exiliado venezolano, en una ciudad como Buenos Aires, es, precisamente, la apertura de la noche. La proliferación de la ciudad durante las horas sin sol, las calles atestadas de gente, los bares, los teatros, las plazas, el simple hecho de que el transporte público permanezca durante la madrugada, tan naturalizado para los porteños, representa para el exiliado venezolano una libertad sin precedentes. Me he visto en la situación de tener que recomendar a un recién llegado, a las afueras de un bar, la inutilidad de regresar en taxi, o en todo caso la seguridad de regresar en colectivo. Con esto no quiero decir que Buenos Aires sea una ciudad especialmente segura, como a veces suele pensarse desde afuera. Buenos Aires es una ciudad tan violenta como cualquier capital latinoamericana. Lo que ocurre, quizás, es que, a diferencia de Caracas, Buenos Aires posee un mecanismo de discriminación que expulsa la violencia hacia los márgenes. Caracas concentra los humores hacia el centro, en la concavidad común del valle, mientras que la planicie de Buenos Aires tiende a dispersarlos. Además, la organización rectilínea de CABA permite una mejor organización (la identificación precisa de calles, avenidas, numeración de casas, etc), algo prácticamente imposible en la sinuosidad del valle caraqueño. La primera vez que me indicaron una dirección porteña, con un simple nombre y un número, pensé que me estaban jodiendo. Esa simplicidad no existe en Caracas, donde el dictado de una dirección significa una descripción extravagante de elementos inverosímiles que puede incluir una palmera, un portón azul o un “policía acostado”. En todo caso, la pobreza y la violencia en Buenos Aires también son palpables, tal vez la única diferencia radique en que los argentinos nunca cedieron su noche al miedo.
Por otra parte, también es cierto que la cultura de la movilidad porteña desalienta el desplazamiento organizado en clanes. A diferencia de Caracas, donde las rutas son fijadas de antemano (de un encierro a otro), la noche porteña se despliega en un abanico de posibilidades. Ninguna logística previa determina los desplazamientos. Nadie depende de nadie y cada cual es responsable de sí mismo. En Buenos Aires uno puede saber con quién llega a un lugar pero no con quién se va. A nadie se le ocurre pedir que lo lleven a ningún lado y nadie se siente responsable de devolver a nadie. La gente simplemente se encuentra en los espacios sociales. Esto origina una suerte de individualismo hipócrita en el que cada cual finge andar por su cuenta, o encontrarse por obra del azar. Así como los individuos se juntan en la noche, así mismo, con la facilidad que ofrece la apertura de la superficie, se dispersan. La experiencia de la noche porteña no es propicia para la amistad, ni teje vínculos afectivos. La extraordinaria libertad que ofrece tiende al solipsismo, y en ese sentido sí, podría decir, Buenos Aires es una ciudad que se presta al vagabundeo, al peregrinar solitario y fantasmal por las calles, a esa presencia ausente del flâneur.
Planta baja
Por último, de regreso del viaje vertical, antes de salir del ascensor, el yo se detiene frente al espejo de la cabina a escudriñar en los agujeros que dejaron las termitas en su rostro. Piensa en la “amenaza de irrelevancia” que asedia a las literaturas del yo. Piensa en esa maldita limitación narcisista, tan antigua como la epistemología, que impide abordar nada sin la mediación de aquella subjetividad agujereada. Luego piensa en la “mirada testimonial” de la que habla Chejfec, en la zona intermedia entre objetividad y subjetividad que descubre en la cámara de Bela Tarr, y en cómo ello irradia una interpretación sobre su propio procedimiento. Piensa, en definitiva, en el ascensor como una experiencia de la suspensión, pero sobre todo autoreflexiva. Al fin y al cabo, ¿qué es el ascensor sino una capsula con un espejo? Teoría del ascensor es eso: una capsula suspendida en la que ningún yo exiliado puede dejar de verse, y menos si es venezolano.