Hace algunas semanas, a partir de los relatos de Mockba, se me ocurría pensar que, a su modo, Muzzio había revitalizado, y por qué no redefinido, aunque con apabullante clasicismo, los términos en que debíamos hablar del género fantástico en la Argentina de estos años. El género fantástico es, se sabe, el género por excelencia, porque trabaja más que ningún otro con la sugestión y con lo ambiguo; y en aquel entonces, cuando me tocó pensar y escribir sobre Mockba –y me disculpo por lo autorreferencial, pero apenas trato de ser coherente-, proponía leer estos relatos en el lenguaje de lo imposible: lo imposible, claro está, entendido como contracara de la medianía, de lo cotidiano, de lo previsible y, mucho más allá, de lo que nos es dado comprender o asimilar. Lo imposible es, también, la muerte, que aquí más que un imán se parece a un secreto, y que como tal debe ser guardado, e incluso negado.
Pero la muerte no sólo es, en este caso, el fin de todo, y sólo a veces es el comienzo de algo. Es más bien un rumor, y al mismo tiempo un meridiano; es el fatum, la fatalidad del destino, sólo que es un destino omnipresente, un destino que asfixia, que lo devora todo, un tatuaje, un mapa sin contornos ni nombres propios. Lo imposible es, en Muzzio, una utopía horrorosa: sus personajes transitan la vida como sombras, como un recuerdo de lo que nunca han sido. De vez en cuando deciden inmolarse: entre la pena y la nada, algunos eligen –fatídicamente- la pena, cuando su única salvación está en no hacerse notar y esperar, con mansedumbre, la muerte. Otros, en cambio, no tienen elección: son muertos vivos, y el horror en ellos es la posibilidad de que los arranquen de esa letanía, que vislumbren cualquier tipo de esperanza.
Hablábamos, minutos atrás, de clasicismo. Es que Muzzio recoge, sin temor y sin efectismos, las tradiciones más sólidas del cuento de fines del siglo XIX y de la primera parte del XX, y se las apropia sin devaluarlas sino, por el contrario, exprimiendo todos sus recursos. Ahí están los ecos kafkianos, y habrá que decir entonces también borgeanos, en El Cementerio Central; ahí también el espíritu de Tolstoi, su desmesurada tristeza, en El correo del zar; ahí la sobriedad, la depurada rispidez narrativa de London o Quiroga dejándose entrever en La soledad de los animales; ahí la intransigencia de Maupassant en El Albino; ahí, en Mockba, la aventura trivial o ridícula, el sueño fallido, la traición, la derrota que es territorio de Onetti y de Roberto Arlt.
Pensando en la totalidad de la obra de Muzzio, ya no sólo en estos relatos, hay que decir que en ellos evidencia una vez más su obsesiva precisión, así como su pulso infrecuente, como si a cada momento intentara encontrar la frase perfecta, sabiendo que no podrá atraparla pero que al menos es capaz de intuirla.
Hablábamos también, minutos atrás, de lo fantástico. No vamos a mentir: la literatura argentina rebosa, en estos años, de buenos o excelentes libros, buenos o excelentes autores. Pero si pudiésemos hacer un reproche en voz alta, un reproche que acaso sea sólo un gesto de egoísmo, estaría relacionado con que en general se sitúan en dos polos: de un lado aquellos que abrazan el realismo, del otro quienes abominan de él. O fuera de los géneros: salvo alguna que otra excepción –Marcelo Cohen, Rodrigo Fresán o Miguel Vitagliano, por citar nombres-, todo es demasiado real, o bien es fantasía pura. Y sin embargo, me permito pensar, les propongo que pensemos juntos, es posible que la mejor literatura pise un terreno más resbaladizo, que se codee en verdad con lo posible, con la duda, con aquello que tal vez esté ocurriendo, o tal vez esté ocurriendo de este modo, y tal vez, incluso, nos alcance.
Los relatos de Muzzio obligan a repensar esos términos, y nos proponen una lectura desconfiada, pero sin duda luminosa, de la realidad. Claro que en esa realidad siempre nos aguarda, al final, la muerte. Y casi nunca hay palabras para explicarla.
José María Brindisi
Julio ´07