[por Iosi Havilio, para Confesionario]
A los trece años me agarró la costumbre de darle besos a una botella de criadores antes de ir a la cama. Besos al pico enroscado, besos de lengua, profundos, y ahora que lo pienso, más cerca del sexo oral que de los besos de boca. En la oscuridad de mi cuarto, con los ruidos de la avenida corriendo cuatro pisos abajo, se había convertido en un rito íntimo, casi una cábala. Incluso a veces, que ya me había acostado, la garganta me ponía en alerta negándome el sueño porque no había corrido ese trago de whisky caliente que la dejaba ardiendo por un rato. Entonces me levantaba, daba los tres pasos que me separaban del baúl verde, corría las frazadas, descartaba la enorme caja del tren eléctrico brasilero, y a ciegas, reptando con la mano por la pared del baúl, atrapaba por el cuello la botella de criadores que me esperaba siempre fiel. Le daba unos chupones, de pie, y quedaba entonado para esas primeras pajas torpes.
En casa no se tomaba alcohol, mamá tomaba otras cosas, más contundentes, por eso, cuando alguien venía a comer o algo, se traía una botella, casi siempre de vino blanco. La que no se despegaba nunca de su vaso de whisky era María Ester, una pintora amiga de mamá que se traía su propia botella y al irse la dejaba en la vitrina de un aparador del comedor, para la próxima. No sé mucho cómo, pero de tanto pasar, de tanto ver ese envase retacón con su líquido dorado, cada vez que entraba o salía de mi cuarto, un día me la apropié. Eso fue lo primero que hice, apropiármela, y esconderla en la baúl verde, que ya funcionaba como mi cofre vicioso, porque ahí también guardaba, en un pequeño bolso azul acolchado, de club, mi modestísima colección de revistas quasi porno, revistas con mucho relato y pocas fotos, revistas de bolsillo que por eso mismo, por su tamaño, por su sobriedad, me había animado a comprar.
El asunto es que a la botella de criadores, con sus toros tricolor, y su marco dorado, yo le daba besos. Había escuchado por ahí eso de darle besos a una botella, y como últimamente los besos se me habían vuelto una obsesión, practicaba por todas partes. Mucho en el espejo del ascensor, besos magníficos que duraban los cuatro pisos y que quedaban estampados como la marca de una aguaviva. A veces incluso, volviendo de esas primeras fiestas, con las hormonas alteradas, paseaba con el ascensor de una punta a la otra del edificio, dos o tres veces, para prolongar esa ejercicio narcisista que me proveía de los besos que no había dado ni se me había ocurrido pedir. Una vez, imborrable, la vieja del tercero llamó el ascensor mientras yo le quitaba el aire al espejo y claro, ni me enteré cuando abrió la puerta. Tuve que decir algo, o poner alguna cara que nos incomodó mucho a mí y a mi reflejo porque hasta hoy puedo ver y sentir el temblor de brazos y piernas que me acompañó durante ese interminable viaje hasta la planta baja.
El primer beso lo había dado unos meses atrás durante un campamento al Palmar.
Al menos eso fue lo que se dijo. Pero la verdad es que en la oscuridad de la carpa, entre premios y prendas, enredado en esa multitud de cuerpos embolsados, yo el beso nunca lo sentí. Lo cierto es que al otro día, Maki, la chica del beso, no me quería hablar. Decía por ahí que me había re-zarpado.
Un par de años más tarde tuve mi primera novia y empecé con los besos en serio. Una primera novia que duró dos días, más o menos igual al tiempo que duraron los besos, descontando las pocas horas de sueño, las comidas, y los dos brevísimos diálogos que mantuvimos para iniciar y para romper nuestra relación, para salir y para cortar. Esos fueron besos indelebles, narcóticos, casi quirúrgicos, besos record, inagotables, que suspendíamos sólo por alguna urgencia, cuando tocaban el timbre, nos ensalivamos demasiado, se producía el efecto sopapa que nos desconcentraba haciéndonos reír, o nos hacía ruido la panza. Aquellos besos, misteriosamente, tuvieron gusto a yema de huevo, un gusto intenso, embriagante, que nunca pude revivir.
Pero los besos a la botella de criadores no terminaron tan bien. Un viernes cerca de fin de año mi hermana invitó a una compañera del colegio. Una chica alta y rubia, una chica con pecas, que no era nada del otro mundo, pero era un chica. Mamá había salido y estábamos los tres solos. A pesar de ser menor que yo en general mi hermana no me habría mucho su mundo, sobre todo cuando invitaba amigas, se encerraba en su cuarto, y yo tenía que conformarme con merodear. Yo era flaquito, con muchos rulos, y tocaba el piano, un nene medio antiguo. Pero esa noche, en algún momento que salieron del cuarto, algo se iluminó en mi cabeza y pensé en la botella de criadores. Era mi oportunidad. Así que rescaté a mi compañera del baúl, y salí a pasear por la casa con la botella en la mano. Y el alcohol, esa carnada sin competencia, hizo lo que yo todavía no sabía. Las impresionó. Entonces nos instalamos en el living con tres vasos de trago largo a tomar whisky con hielo, mi hermana, la amiga y yo. Yo servía, yo administraba, yo era el amo. Y por supuesto yo era el que más tomaba, esa era mi virtud. Tomaba con naturalidad, muy seguro de mi mismo, creyendo que ese par de meses que había durado mi hábito alcohólico me habían preparado para la situación. Después, muy rápido, las cosas entraron en una zona turbia, desafortunada. Las chicas apenas probaron el whisky, se mojaron los labios. En cambio yo, que para eso estaba, poniendo en juego mi escasa hombría, habré tomado tres o cuatro vasos, suficientes para voltearme. La botella de criadores, igual a un cacique indio, me enjuiciaba desde lo alto del techo del televisor, un grundig gigante con marco de madera falsa. Y enjuiciándome, no entendía cómo tan de golpe había pasado de los besos a la borrasca. Tocando la medianoche, me fui dejando atrapar, sin registro, por la borrachera, esa medusa hipnótica y cruel, ávida de disciplinar a pendejos vanidosos. Y por supuesto, antes, mucho antes de lo planeado, me quedé solo, sin aviso, solo en el sillón de cuero adhiriéndose a mis piernas transpiradas, solo y burlado, con los primeros síntomas del mareo y el final de la transmisión aullando en la tele. Me fui embroncando, maldiciendo a esas dos conchudas, enojándome con mi debilidad, y claro, manoteé la botella y me seguí sirviendo whisky cada vez más caliente. Mi hermana y su amiga se habían encerrado en el cuarto y me llegaba, amortiguado por puertas y paredes, ese tema de Inxs que no paraba de sonar:
Hey now I'm gonna take a new sensation
A new sensation
Are you ready for a new sensation?
Pensé dos veces en deshacerme de las pruebas, esconder la botella en el baúl, llevar los vasos a la cocina, pero ya no tenía fuerzas. Un minuto antes de sucumbir no reconocí más nada y en el mismo segundo que me ovillé en el sillón me quedé dormido con las luces prendidas. Esa noche, o parte de esa noche, hasta que empezaron los dolores, soñé con el monstruo de espuma blanca de los cazafantasmas, ese muñeco leproso del que se desprendían imposibles pedazos de merengue a medida que avanzaba por las calles.
Lo que siguió lo tuve que reconstruir a partir de las evidencias. Esta claro que en algún momento me creció una bomba de tiempo en medio de la panza. Una bomba que nunca explotó y que fui desactivando con una serie de vómitos al pie del sillón. Dos o tres vómitos sólidos, y muchos, incontables, vómitos biliarios. Mamá tuvo que llegar y encontrándome en el sillón con mi mascota estomacal, los vasos con fondito ocre, y la botella arriba del grundig, ni se me acercó, ni me despertó, ni nada, pero tomó una decisión que me iba a anunciar unas horas más tarde.
El despertar, los despertares, fueron anticipados por múltiples visiones taladradas que iban, a pesar de mí, revelándome los hechos, un caos acompasado por una jaqueca que no cabía en mi cabeza. Me senté en el sillón, las piernas flacas, temblorosas, los pelitos erizados, tan débil, tan chiquito, tan triste. Desperté en calzoncillos, es decir, alguien, mamá, o el fantasma de las burbujas blancas, me había sacado el pantalón lo que me disminuía todavía más. Y esta sensación corporal, insólita, tan distinta a las fiebres, a otros dolores de panza, tan distinta a todo a lo conocido, me colocaba en una dimensión nueva. La dimensión del sinfín, la amenaza de la resaca eterna.
Desde su cuarto, adivinándome despierto, mamá ordenó que me preparara porque papá nos pasaba a buscar en un rato. El programa no sonaba bien. Adónde vamos, no pregunté. Pero no tardé en enterarme que el destino era el psicólogo. Sí, me llevaban al psicólogo, un sábado por la mañana, de urgencia, cuando en realidad yo necesitaba un lavaje de estómago. Pero no me opuse, no tenía cómo, si abría la boca volvían las arcadas.
Afuera, en la calle, el calor, las bocinas, toda esa gente con bolsas, la luz tremenda de la mañana, terminaron de hundirme. El viaje en auto fue un suplicio, sufriendo una náusea continua que crecía con cada frenada, cada bache, cada semáforo, un viaje mudo, perpetuo. Se ve que el psicólogo, que en realidad era una psicóloga, ya estaba al tanto del episodio porque me hizo pasar sin sorprenderse, ni pedir explicaciones por esta sesión extraordinaria. Era una mujer bonachona que había aprendido a querer, a pesar de mi resistencia inicial. Iba al psicólogo desde hacía un tiempo. Iba al psicólogo, como también iba a piano, y como otros chicos iban a taekwondo. Y yo, al psicólogo, lo llamaba psicoloco. Ahí tenía mi caja forrada con fotos de autos de carrera donde guardaba mis cosas, mis crayones, mi bloc de dibujo, una flauta dulce con olor a podrido, bolitas de vidrio, un atado de boletas de las últimas elecciones, un álbum casi completo con los equipos del mundial de Méjico, y una pelota de goma color ladrillo y franjas blancas de esas que ahora vuelven a verse en las plazas.
En la media hora de sesión habremos cruzado cuatro o cinco palabras, monosílabas, y por primera vez el silencio metódico de la analista me resultó un bálsamo. Permanecí todo el rato abrazado a la pelota de goma que presionando sobre mi abdomen lograba aliviar los picos de dolor. Papá y mamá se habrán pasado discutiendo del otro de la puerta los pasos a seguir para corregir la vida de este preadolescente alcohólico.
Volví a casa y la puerta se cerró detrás de mí como los barrotes de una celda. Mamá ni entró, de mi hermana y su amiga no quedaban rastros. Era mi castigo, un sábado de encierro doblado de dolor, con la obligación tácita de desinfectar el living de los restos de mi borrachera. Ahí seguía, inmutable, igual a un cachorro fiel y mojado, mi primer vómito etílico. Pero no tuve fuerzas, ni ánimo para limpiarlo enseguida, era más fuerte que yo. Todo lo que pude hacer antes de ir bañarme, fue levantar los vasos y la botella de criadores. En la cocina, puse el whisky lo más lejos posible de mi vista, la sola visión de esa etiqueta con los toros enojados me aterraba. Abrí la canilla y estuve a punto de lavar los vasos con la esperanza de suprimir ese olor dulzón y pesado que cargaba todo el ambiente.
Pero sucedió algo, algo más, una última cosa que me desarmó entero, algo que me arrojó al otro lado, al mundo de la desolación. Alguien, yo mismo, había apilado los vasos, y la mezcla de alcohol y calor los había pegado, sellándolos a fuego, como bebes siameses nacidos con un mismo brazo derecho, o un perro y una perra trabados en la cópula, imposibles de desunir. Ni el agua, ni la fuerza, ni nada, pudo en ese momento desprender la boca de un vaso del culo del otro, y eso sí me hizo estremecer como nunca, provocándome un escalofrío largo que creció hasta las lágrimas. Resistí un poco pero rápido me dejé vencer por la contundencia de la deformidad, abandoné los vasos sobre la mesada, y huí de la cocina refugiándome en la bañadera vacía con un pensamiento único, indisoluble, que me vuelve cada tanto, cuando menos lo espero.
Alguien, alguna vez, tiene que separar esos vasos. Aunque haya que romperlos.