Luis Sagasti diseccionó concienzudamente Los domingos son para dormir, de Sonia Budassi, para su presentación bahiense. A continuación, el texto completo:
Los domingos son para dormir, declara Sonia Budassi, de entrada nomás, en el título de su colección de cuentos. Pese a la fuerza del enunciado, no se trata de una certeza propia de un "acto de fe", como se titula su primer cuento, ni una declaración de principios sino, antes bien, la constatación visceral de que algo se ha partido, se ha roto y que es imposible componerlo.
Estos domingos donde hay que dormir, eran, me animo a decir, la zona del tiempo donde se ponía de manifiesto la verdad de un orden arrancado a la barbarie; los domingos constituían (y aún constituyen, claro, con cierta devaluación) el día asignado a la actualización del orden consagrado, o sea liberado del peso de la historia, de la transmutación. Los domingos, cifra de lo inmutable, la van de Parménides. Religión, familia y tradición comulgan en amalgama. La misa, la reunión familiar frente a la mesa (el asado, la pasta de la vieja), el fútbol de la tarde, la vuelta del perro que constata la vigencia del orden conseguido. Los domingos como el panóptico que bien analizaba Foucault: constatación, vigilancia, sanción.
Los incómodos cuentos de Sonia, cuyo sistema nervioso se funda en un formidable sentido del ritmo, niegan esa tríada constituyente de un modo de ser, de una identidad, de un lugar de pertenencia. Acaso sea en el domingo donde mejor se ve un país, una cultura. El resto de los días el trabajo globaliza, la búsqueda de la renta nos hace ciudadanos del mundo.
Los cuentos, como dije antes, dan testimonio de que estos tres pilares se han hecho añicos o se encuentran en vías de. A diferencia de la narrativa norteamericana que lo que muestra es apenas el indicio de un drama que se soslaya, la famosa teoría de la punta del iceberg que John Cheever y Raymond Carver elevaron a cotas casi insuperables, Sonia se interna por ese lugar en donde el iceberg se ha quebrado. No le interesa tanto qué es lo que subyace tras la eterna sonrisa Kolynos de la familia frente al televisor, sino los perfiles agrietados que el témpano ha dejado al desprenderse de la barrera de hielos.
Del mismo modo rehuye del costumbrismo o, si leemos bien, inaugura acaso un costumbrismo de las grietas. Veamos. No hay un andar por el borde, pese a que hay desplazamientos, deslizamientos sobre lo estipulado, lo socialmente convenido, los domingos; digamos que sus cuentos no bordean el filo sino que sencillamente se instalan en las grietas de una sociedad cuyos valores instituidos, el núcleo que fundamenta identidades, señala pertenencias, exige reconocimientos, se ha deshilachado. Sexo, familia, resguardo, intimidades, constituyen tópicos que uno a uno la autora deconstruye mediante un proceso de revisión acrítica, indolente, como al descuido, sabiendo antes que muchos, cuáles son los colores de los nuevos paisajes.
“No existe mayor amparo que el que te brinda tu peluquero de toda la vida”, se lee en "Las cosas que brillan a mi alrededor", por si queda alguna duda de lo que decimos.
Todos los cuentos están narrados en primera persona y en tiempo presente. Dan la impresión de ser muy viscerales, confesiones arrancadas a la fuerza, pero no nos engañemos. Habitante de un mundo desencantado, no hay ninguna ingenuidad ni apresuramiento. El frecuente uso del paréntesis, el sustantivo sin artículo por ejemplo, son procedimientos mediante el cual las narradoras toman distancia de la partida donde se han jugado las tripas. Advierten que todo es una puesta en escena. Un gran teatro. Cotillón. Maquillaje que se ha corrido. Vestuario muy vintage. Cito: “La justicia es un caracol que se resguarda a si mismo, de vez en cuando deja marcas en el piso.” Pero darse cuenta de eso, de vivir en un mundo de duplicaciones y simulacros, no escatima el sufrimiento. Será una ilusión el mundo, como dicen los hindúes, pero, mierda, como pican los mosquitos imaginarios.
En este mundo de frontera, que no es ya la barrera de hielo como tampoco el iceberg que se aleja, todo se encuentra fuera de su lugar, fuera de las normas: el estudiante al que se le venció la visa, los hermanos sin padre del formidable "Seis menos dos", el vacilar de los sentimientos, la ambigüedad sexual, la fantasía de un amor duro como los diamantes, soledad y exclusión como el más próximo de los temores, el quedar fuera de concurso. (El cuento "Roomates" es una pequeña y angustiosa maravilla). Estos desplazamientos, que bien pueden intercambiar toxinas con los cuentos del malogrado Foster Wallace –recordar a La chica del pelo raro- genera un estado de irrealidad, una niebla fosforescente, algo que brilla y oscurece al mismo tiempo.
En esta serie de relatos, poblados de observaciones letales como latigazos, encontramos a una buceadora profunda de lo que la insignificancia ha hecho con nosotros o acaso sea al revés: de cómo lo profundo nos transforma por momentos en algo insignificante. La fortaleza de semejante ambigüedad es algo que como lectores debemos agradecerle.