Por Ariel Schettini
Para negar la sentencia que diagnostica que los argentinos somos pedantes y altaneros, contamos con una serie (estoy tentado de decir: un ramillete) de visitantes ilustres que han apostrofado a los argentinos de modos diversos. No me refiero a los ya célebres “viajeros del siglo XIX” –aunque podría incluir en esta lista a los “naturalistas” (porque algo de naturalista hay en la obra que nos convoca), sino a aquellos que durante el siglo XX no han cesado de hacer de esta pobre patria un hogar que demandó de ellos epítetos y exhortaciones, títulos y advertencias.
En el año 1932, Borges adjudicó la autoría de la definición del efecto geográfico astronómico de la pampa (la vastedad del horizonte) a uno de los tantos “visitantes ilustres” de Victoria Ocampo, Pierre Drieu La Rochelle. En su paso por Argentina, antes de su “conversión” al nazismo, dijo la frase que es relatada por Borges así: “(...) recuerdo que salimos a caminar por los arrabales de Buenos Aires. No sé si era por Chacarita, por el puente de Alsina, por Barracas, no recuerdo bien dónde, pero de pronto sentimos la gravitación de la llanura. Habíamos dejado las casas y estábamos entrando en el campo, entonces Drieu dijo una cosa que no recogió en ningún libro, pero que es la definición de la llanura, que todos los escritores argentinos hemos buscado, con la cual no hemos dado. Fue necesario que aquel normando viniera y nos la dijera. Dijo: ‘Vertige horizontal’, es la expresión magnífica (...)” (Revista Sur, Nro. 349.)
No muchos años después, en una de sus conferencias en la Universidad de La Plata, Ortega y Gasset, otro visitante ilustre, nos calificó de modos varios (en todas sus versiones uno podría decir que eran formas educadas y finas de decir que los argentinos eran haraganes…). Pero lo hizo con un argumento de la “Geografía Humana”: Ortega miró la vasta llanura pampera y percibió que en esa inmensidad que se hundía había algo de la idiosincrasia argentina: la idea de un país cuyo valor consistía en ser una pura promesa que jamás se habría de realizar. Como Ortega y Gasset era filósofo, creyó que una palabra suya era suficiente para cambiar ese destino ya trazado en la orografía y decidió poner manos a la obra y hacer del relieve pampeano un desafío que su sola voz habría de transformar como un terremoto: “Argentinos, a las cosas”, rezó, para la sabiduría o el misterio nacional.
Seguramente hubo otros, pero hoy me preocupa agregar uno más a la lista: la semana pasada, invitados por la Fundación que dirige Arturo Carrera, un grupo de artistas e intelectuales fuimos a conocer el proyecto de Estación Pringles. Conocimos la Estación de Quiñihual, donde pronto habrá una residencia de artistas, que en el medio de la pampa podrán ver florecer su obra, protegidos por la hospitalidad de otros artistas. Allí, Arturo Carrera confrontó a Mario Bellatin con el Paisaje chato, uniforme e indudablemente rico, y el Autor de Condición de las flores dijo su frase para el bronce.
Ajeno a la historia de extranjeros que lo precedían, dijo aquello que los argentinos esperan que se diga cuando se coteja a un foráneo con esa rareza del relieve pampeano.
Como en todos los casos en los que habla, casi sin intención o fingiendo espontaneidad, Bellatin inauguró la lista ilustre del siglo XXI.
El hombre miró la llanura, y luego de una meditación corta y bajo el rayo del sol que nos doblegada, pronunció las palabras. Dijo (y aquí la entrego para la meditación colectiva): “¡Qué verde es casi todo!”.
Desafiado por esa voz, apenas atiné a pensar en este libro nuevo de Bellatin, “Condición de las flores”, en su novela, “Flores”, en todos los lugares de su obra donde la naturaleza y la cultura son puestas en estado de contradicción. “Condición de las flores” (la condición de las flores es una contradicción de las flores: existen para reproducir a la especie y las arrancamos para adornar el espacio; o: atraen por su belleza en el momento en que agonizan…) es un libro más y es una miscelánea de textos (un ramillete), pero ¿qué querrá decir la palabra “miscelánea” en la obra de Bellatin, que está apenas construida, o que está siempre en una estado o de proceso de inacabamiento o, como dijo otro crítico, de “despojo”? Su obra habla sobre lo que queda. Lo que queda de un despojo esencial que dejó a los textos en fragmentos, en cachos, en partes y en ruinas que no se pueden rearmar.
“Que verde es casi todo”, dijo. Y mientras lo miraba caminar por esa especie de vacío que es la pampa, pensaba que de alguna manera el “efecto Bellatin” sobre la cultura argentina es tan pregnante porque nada le conviene más a nuestra literatura, en la que el exotismo es un estado de las cosas continuo. Bellatin sería un caso de exotismo radical: sus personajes son extranjeros adentro de sus cuerpos y su único vínculo con la verdad de sí es que se ven a sí mismos como lo que queda de un despojo esencial.
Un exotismo que hace de lo raro el espacio donde se respira. Pero se respira con asma, por efecto de un exilio constante en el que los personajes viven su relación consigo mismos.
De modo que para la obra de Bellatin no hay extranjería ni aduana ni documento de identidad. Aquello de lo que se habla siempre está desubicado, siempre es deforme, y siempre está fuera de la norma.
Por eso no se puede hablar de miscelánea, porque el procedimiento de su escritura se arma a partir de la yuxtaposición de objetos o de partes que provienen de un todo imposible. Como si se quisiera volver a armar un nuevo juguete partiendo de piezas de varios, otros distintos: se une la cabeza con las ruedas y los ojos se atan a un tractor. En el caso de Bellatin, el asombro ocurre porque a esas piezas yuxtapuestas las vemos funcionar y caminar.
El niño de Condición de la flores debería haber jugado, pero a los diez años escribió su primer libro (objeto y juguete), que sólo sirvió para escándalo de sus mayores. Entre el juguete y la obra algo que tiene que ver con bestias institucionalizadas, con animales serviles o perros de vidas heroicas fue suficiente para crear la primera máquina que funciona en el mismo lugar donde muestra su monstruosidad.
No hay miscelánea porque tampoco nunca hubo novela. En el sentido estricto de la palabra. Como no hay literatura en Bellatin, podríamos decir, sino objetos como juguetes con el poder siniestro de una cuerda infinita o instalaciones artísticas verbales que no necesitan de las claves clásicas de la literatura (personajes, enigma, intriga, situaciones, parámetros espacio/temporales), apenas las marcas del soporte (que en “Condición de las flores” parecen escritas por otro personaje de Bellatin): largos prolegómenos que indican cómo fue hallado este texto y en qué condiciones estaba cuando fue encontrado:
Este relato ocupa 6 páginas mecanografiadas o es un dactiloscrito o fue enviada por correo electrónico en hojas lisas de 21 x 30 cms… fue enviado a... en el momento de su creación… datamos esta etapa de elaboración en hojas de papel con sello que dice ¡Calidad Atlas Industria peruana… doblado en 4 : el primer doblez forma un pliego de 21,7 por 30,7 cms…!
Como si se tratara de un autor o de un artista muy viejo cuya obra es rescatada en un palimpsesto, como si el texto existiera por efecto de una búsqueda y la investigación científica, y que lo único que presenta como enigma al lector es una pregunta que no se escribe pero que en todos esos prolegómenos se interrogan lo mismo que los personajes, héroes o perros: ¿Por qué existo?
Ni miscelánea ni novela, ni fragmento ni caso científico. Flores, que solamente para que vivan con nosotros se arrancarán de cuajo. Los restos de una novela contada, en otra parte, allá lejos en la pampa, donde todo (casi todo) es verde, y lo que no es verde son las flores o es el Estado. Es decir, lo que agoniza y el momento en que agoniza entiende que vive, y lo que vive es solamente lo que duele, y lo que duele apenas comienza, está muy verde, como todo o casi todo lo que es.
Noviembre de 2008