Antuca (novela)
de Raúl Castro
Miro los destellos de agua, el temblor de los reflejos, las ondas que se cruzan y bailotean, y es una red tan intrincada como mi memoria, tan impenetrable y misteriosa.
El muelle de madera podrida cruje siempre, con una queja monótona y vacía.
Así paso las horas y los días mirando el agua marrón, con olor a barro fermentado, a junco y a pescado.
Paso las horas y los días esperando mi nombre. Esperando que se abra ese telón pesado que me separa de mis recuerdos, y sepa quién soy. Que me diga quién carajo es este tipo que está sentado en este muelle crujiente de madera podrida, mirando el agua.
Mi historia termina del otro lado de la isla, donde los naranjales se encuentran con el río Luján, donde los camalotes se enganchan en el recodo de la orilla.
Allí me recogió Roberta y me arrastró por el yuyal y el colchón de naranjas caídas, me cargó por la escalera de troncos hasta la casilla y me dejó en su catre, como si hubiera pescado un hombre.
Roberta dice que hervía y que hablé mucho pero que no entendió lo que decía, que más bien era un lamento o un llanto, y que a veces me retorcía como un animal maniatado que estuvieran marcando.
Eso decía Roberta, y es toda mi prehistoria. A los tres días desperté violentamente, me sorprendí sentado sobre un catre, en una casilla precaria, con una mujer maciza, de cara aindiada, pómulos fuertes, pelo lacio y tez muy oscura, que me miraba desde un rincón, sentada en una silla de mimbre.
Dice que me sacó del río enredado en las ramas de un camalote, con las manos atadas con alambre de enfardar. Todavía tengo marcas rojas en las muñecas y heridas en el cuerpo que parecen quemaduras, y un horror impreciso y lejano que se mueve atrás de la niebla, más allá del naranjal.
En mi historia, por lo menos la que recuerdo, dependo de Roberta.
Los primeros días, cuando yo andaba receloso y sin ganas de vivir esa vida que no entendía, me alimentó, contra mi voluntad, con sopa de pescado y curó mis heridas con un líquido verde y pegajoso que preparó en un mortero.
Me ayudó a bajar la escalera para llegar a la letrina que está al pie de la casilla y me acompañó hasta el río para lavarme.
Siempre en silencio.
Roberta es de muy pocas palabras, pero un día, cuando mis músculos ya se habían tonificado, mis piernas me mantenían y mis brazos podían abrazar, me dijo: –Bueno, ahora sos mi hombre.
Hicimos el amor en el piso de madera de la casilla.
¿Por qué recuerdo el nombre de las cosas?
¿Por qué puedo hablar y expresarme y al mismo tiempo no recordar quién soy?
Hago chasquear un junco sobre el agua, rítmicamente, como queriendo romper la trama plateada que me separa del pasado.
Esperando una señal, un signo, alguna imagen que me permita reconstruirme.
No sé mi nombre ni mi cara. No hay espejo. Roberta dice que había uno y se rompió cuando la creciente se llevó a su Pedro, y que a ella no le interesa perder tiempo mirándose.
Mi cara se destruye en el agua del río.
La piel tiene memoria. Envuelto en Roberta me estalla el pasado como un fogonazo, como un pozo de aire.
Otras pieles, otros cuerpos, imágenes fragmentadas que trato de reconstruir pero que escapan como un sueño censurado.
Sus brazos me rodean para calmarme. Los mismos brazos fuertes que me cargaron cuando estaba medio muerto, pueden llevarme hasta mi pasado, creo.
Hoy descubrí que tengo ciertas habilidades. Arreglé el gasógeno.
Es un colector de gas de los pantanos muy primitivo. Dos tambores enfrentados que se desplazan uno dentro del otro con agua en el de abajo, acumulan el gas que asciende por un caño clavado en el suelo hasta dos o tres metros de profundidad. Hay tanta materia orgánica en descomposición que este sistema colecta el gas suficiente para un uso diario moderado. Desde que a Pedro se lo llevó la correntada no funcionaba y Roberta cocina con leña abajo de la casilla.
Roberta cree que ahora las cosas están en su lugar. Piensa que me voy a quedar con ella y que de alguna manera le pertenezco.
Yo miro el río. Sé que un día me iré por ese río, pero quisiera primero encontrar mi memoria, saber qué soy.
Roberta dice que si los que me tiraron al río saben que estoy vivo me van a venir a buscar, y creo que tiene razón.
–No es bueno que se esté en el muelle cuando pasan las lanchas –me recuerda.
Pienso que ella sabe más de lo que dice, y por ahora, hasta que mi memoria no se aclare no tengo más remedio que hacerle caso.
Pero es en el agua donde busco mi memoria. En ese tramado brillante espero que se forme alguna imagen de mi pasado.
–Hoy viene José –me dice–. Ni bien escuche el ruido de su lanchón, se mete en la casa y no se asoma.
Digo que sí, como un chico obediente.
–¿Fuma? –me pregunta, con el ceño fruncido.
–Negros –le digo, recordando.
Estoy escondido en la casilla, mirando por una ranura entre las tablas, porque llegó José.
Según parece, una vez por mes atraca su lanchón en el muelle y carga bolsas de naranjas, pieles de nutria o frascos de mermelada. Después negocia con Roberta. Es una larga discusión que termina pareciendo un juego de picardía, del que ninguno de los dos parece salir conforme. Pero José tiene las de ganar, porque trae de todo en el lanchón (yerba, azúcar, aceite, bebidas, cigarrillos, revistas) y como se basa en el trueque, se maneja más por las necesidades que por el costo real de la mercadería.
Cuando el lanchón de José se va, ayudo a Roberta a cargar las provisiones.
Entre las bolsas hay un cartón de Particulares y una botella de ginebra. Le agradezco con la mirada. Ni sonríe. Insondable.
Roberta es más misteriosa que mi memoria. Impone distancia, y un natural acatamiento.
Se mueve con majestuosa dignidad como si la casilla fuese una mansión y el fangal con olor a junco podrido un parque.
Me gusta verla trabajar. Su cuerpo voluminoso pierde densidad, y sus movimientos son livianos y eficaces, con esa solvencia de quien conoce bien el lenguaje de la materia.
La necesito.
Andar sin memoria es andar sin paredes. Estás desamparado y torpe, sin referencia. Sentís vértigo, y en algunas ocasiones la angustia te paraliza. En esos casos me acerco a Roberta, camino tras de ella como un perro porque mi mundo está solo dentro de su cono de sombra.
Reconozco su olor, sus deseos, algunos pensamientos, lo demas en Roberta es misterio. Un misterio de sombra húmeda, de presagio.
Estoy en la casilla pensando estas cosas, mientras ella anda por afuera, siempre en movimiento, siempre haciendo algo.
Cae la tarde y la luz en la pieza se vuelve irreal. Los últimos rayos del sol que filtra el sauce, pasan por el ventanuco y se reflejan en la madera rojiza y la luz parece un polvo leve que va cubriendo las cosas.
Estoy sentado en el sillón de mimbre, embargado de color y sombras, como mirando un viejo cuadro. Un cuadro visto muchas veces pero al que siempre se le encuentran matices, detalles, algún magnifico golpe de pincel.
Entra Roberta y se sorprende. Me imaginaba en el muelle, como siempre, esperando mi pasado.
–No se mueva –le digo–. Mire un poco más hacia la ventana.
Me hace caso.
La luz marca sus pómulos, la fuerza de sus rasgos, su belleza dura. Quiero tener una paleta y pintarla. Mis manos se acuerdan de pinceles y espátulas. Siento el olor del aceite y los pigmentos.
Recorro su figura detalle por detalle como si la viera por primera vez, tomándome todo el tiempo.
Ella sigue ahí, estática y majestuosa, dejándose mirar.
–Sáquese la ropa, Roberta –digo con seguridad, y es la primera vez que le doy una orden.
Se quita la bata y la deja con cuidado sobre el catre.
–Vuelva a la posición que estaba. Mire un poco más hacia acá.
Nunca había visto su cuerpo desnudo. Cuando hicimos el amor siempre era oscuro, siempre una tarea nocturna.
Ahora su cuerpo esta aquí, potente, absorbiendo la luz amarillenta.
Los brazos musculosos cuelgan inertes y la punta de sus dedos tocan apenas la tela del calzón que cubre su abultado vientre y sus carnosas nalgas. Los muslos bajan macizos como columnas de bronce, como seguras pinceladas de amarillo sobre marrón.
El pasado mordisquea mis entrañas. Gotas de sudor me recorren la cara y gotean por mi mentón.
–Sáquese el corpiño, Roberta.
Obedece. Sus senos se vuelcan, generosos, amplios. Los pezones erguidos color rosa morado sobre el amarillo. El toque de espátula. El temblor del óleo en la sombra del seno. El olor a aceite y a transpiración.
–Sáquese todo.
Afloja la cinta que le ciñe la cintura, y se baja el calzón. Lo hace despacio y con seriedad.
Le pido que se ponga en cuclillas, que se lleve la mano derecha a la nuca y que apoye la mano izquierda en el suelo. Su rodilla se flexiona y su espalda se curva hasta que los pezones tocan sus piernas.
La realidad tiene la textura del óleo. La luz en Roberta se vuelve profunda y vigorosa, y el amarillo enrojece en las sombras, en los rincones húmedos, en los pliegues oscuros de su cuerpo.
De pronto me veo como en un espejo, frente a esa mujer en cuclillas, con un pincel en una tela imaginaria.
Escapo de la casilla porque siento un vacío que me traga. Corro hasta el muelle. Hasta el límite de mi realidad, donde comienza el agua de la memoria, los brillos indescifrables.
Estoy llorando.
Me siento sobre los troncos podridos y enciendo un cigarrillo.
Mientras fumo, anochezco con el río.
Miro hacia la casilla. Roberta encendió el sol de noche y está escamando un surubí para la cena.