Friday, May 24, 2013

Atractor Extraño

Por Nicolás Maidana.

En los bordes de la literatura argentina reciente sobreviven, sigilosas, ciertas obras que se animan a erigir su pequeño gran proyecto secreto. Pero aunque parezcan microscópicas, solapadas bajo el flujo inabarcable de publicaciones, aquello que osan murmurar desde afuera consigue filtrarse en el interior de esa coraza autosuficiente que simula ser la literatura argentina. Es el caso de los libros de ficción de Carlos Ríos -tres “novelitas” hasta la fecha: Manigua, Cuaderno de Pripyat y el inconseguible A la sombra de Chaki Chan-, los cuales interpelan a la literatura desde una suerte de exilio artificial, un medioambiente alejado de las obsesiones recurrentes con que nos vino acostumbrado la ficción argentina reciente: las variadas formas de neorrealismo suburbano o las poéticas epigonales de los herederos de César Aira (dos ejemplos más o menos reconocibles). A diferencia de aquellos excedentes contemporáneos, la novelística de Ríos irrumpe en el horizonte para oxigenar un poco el panorama a través de otra clase de topografías, otras marginalidades; muy lejos del exotismo aireano (cuyos libros, uno sobre otro, a través de las décadas, se impusieron con la soberbia del que reclamaba para sí un lugar central en el canon, Olimpo del que parece inamovible). Por el contrario, la literatura de Ríos hace existir cuidadosos objetos experimentales. Tal vez sólo con la intención de circunscribir pequeñas zonas, mínimos habitáculos en el interior del cual eso que todavía llamamos ficción pudiera malearse con docilidad.

En el caso concreto de Manigua, asistimos a la travesía de Apolon en busca de una vaca sagrada con el fin de honrar el nacimiento de su hermano, escenificada en un África fantasmagórica, primitiva y apocalíptica al mismo tiempo -trayecto que nos es referido a través de una voz que va alternando entre la primera y la tercera persona-. Una topografía delirante plagada de leyendas, de éxodos tribales, de formas de vida antropológicamente localizadas (kikuyus, kambas, hombres-hormiga, etc.), de fragmentos de ficción que de repente asumen unprotagonismo absoluto (como un primer plano que amenazara con impregnarlo todo: aquella cabeza de roedor gigante que desentierran los ocupantes del autobús en el medio del desierto) sólo para esfumarse tiempo después (la misma cabeza de roedor gigante, esta vez atada al techo de un autobús que se va hundiendo poco a poco en el pantano), son parte de una maquinaria narrativa que evoluciona a través de destellos, como intensidades puras propagándose por el mismo espacio literario que las propicia.

Los ojos van recorriendo esas superficies compuestas por diferentes temporalidades y voces al tiempo que absorben esa escritura lacónica, exacta, que a diferencia del estilo “científico” de Mario Bellatin (con el que, indefectiblemente, se lo ha comparado), no disimula su matriz poética. Por el contrario, la ficción en Ríos se permite hacer evolucionar la frase siempre un poco más allá, hasta que va diluyéndose, como si se deshidratara en mojones episódicos. La arquitectura fragmentaria con que está organizado el libro (una serie de bloques numerados, elípticos), propicia, creo, esa tensión necesaria entre la pulsión atemporal, mítica, de la frase y el carácter autosuficiente de los párrafos, cuya concisión permite circunscribir la lengua y activar esa suerte de chamanismo desmesurado con que la ficción, en algunos momentos privilegiados, no cesa de aparentar que poetiza:

“Mi hermano es una especie de lente a través de la cual se filtra la vida en el desierto, allí donde la magia se ha retirado por ausencia de bosques. Sin su vida, sin sus arrebatos orgiásticos, sería imposible descifrar el mundo y penetrar en el aceite de su gran ilusión”.

Lo vemos, ese fragmento, a pesar de que no sepamos de donde viene ni adónde va, evoluciona hasta ir confundiéndose en una elegía misteriosa, artificial y un poco disparatada, en donde, por supuesto, la frase clave, la que justifica y cristaliza el sentido del fragmento es “aceite de su gran ilusión”, expresión que ilustra con justeza lo singular de esa lengua menor que construye la novela: un compuesto de deshechos, de aleaciones extrañas. Pero a medida que se acumulan los capítulos, uno comienza a interesarse cada vez menos por la suerte de Apolon en busca de la vaca sacrificial y lo que comienza a asentarse es otra cosa: la extraña impresión, mientras leemos, de estar habitando una escenografía, o mejor dicho, una especie de parque temático cuyos lugares, acontecimientos y personajes fueran inventándose sobre la marcha (como ocurre, de forma privilegiada, en la literatura de Cesar Aira, pero restringido a su modo particular, ritualístico). Y al mismo tiempo, la sensación de que esa geografía móvil, expansionista, también estuviera ensimismándose, plegándose sobre sí, a la manera de un loop que retornara cada tanto sobre sus propias obsesiones. Y es así como Sao José dos Ausentes, la ciudadela en donde transcurren la mayor parte de los sucesos, es perdida, es reencontrada, ¿es la misma? ¿Es otra? Donise Kangoro, centro secreto, oráculo anémico, desaparece y aparece todo el tiempo, cambia de función, su naturaleza es sospechosamente ubicua... De modo que esa temporalidad difusa, circular, ese modo recurrente y a la vez digresivo, que actúa bajo el antifaz de una supuesta ficción antropológica, obliga a pensar en el carácter performático de esa narrativa, como si su verdadera naturaleza (o su verdadero comportamiento) se tratase menos de una serie de operaciones para afirmar la autonomía literaria, que de una instalación en el interior de la cual la novelística (en el sentido en que lo piensa Cesar Aira en La luz Argentina: “...yo entraba en la novelística”) deambula todo el tiempo, rastreando zonas de consistencia que la justifiquen: la excusa filial, “el trayecto del héroe”, la vaca para honrar el nacimiento del hermano, la concisión estilística, estructuran la novela, pero no la definen. La ficción, en realidad, parece estar deseando otra cosa, como si tuviera que aguantar todo el tiempo la pulsión interna por salirse de la literatura, por contagiarse de las experiencias que la exteriorizan. Si uno recorre la novela de forma transversal, se dará cuenta de que el universo ficcional, que en un primer momento parecía adoptar la naturaleza atemporal del mito, se va poblando de celulares, de brigadas humanitarias, de ONGs y de cercos sanitarios salidos de algún oscuro documental de cable; de realidades periodísticas crudas y pedestres -en uno de los capítulos irrumpe arbitrariamente una discusión televisiva sobre “si los clanes van a declarar como legal el consumo de carne humana”-, de ciudadelas fantasmagóricas hechas de un compuesto de cartón y plástico -la villa y el supermercado-. Es decir, vamos presenciando, poco a poco, la emergencia de una ficción contaminada, como atravesada de forma constante por los deshechos del capitalismo más arrasador (como si la literatura diera cuenta de aquella frase de Ricardo Piglia: “la ficción sólo es posible sobre las ruinas de la realidad”), fabricando ese cuerpo extraño al que por falta de otros términos seguimos denominando “novela” (novela swahili sugiere, tímidamente, el título). De ahí que siendo extremadamente literaria, Manigua, sin embargo, instale la sospecha de no ser completamente literaria. Una ficción porosa, que deja pasar, que tiene la capacidad de imantar y atraer al interior de sí una cantidad de fenómenos que le son adyacentes, que no le pertenecen del todo, que están como con un pie adentro -la literatura- y otro afuera (¿el mundo, los medios, la cultura, o todo eso junto que constituye el imaginario trash de nuestra época?) Así, al arribar a los capítulos finales se devela esa, su verdadera matriz, oculta bajo los arrebatos fantásticos: la de una representación, o mejor dicho, una performance, un acting público creado para la ocasión: Apolon y su hermano agonizante, en realidad eran actores, perfórmatas guiados por un director-antropólogo. De modo que lo que habíamos leído, la historia del africano, Donise Kangoro, la hija, las ciudades que se deshacen en la palma de la mano, etc... ¡En realidad había sido representado, nos había sido relatado; habíamos asistido, como espectadores tensos, cuando creíamos leer!

(Y en un tercer nivel, en el último capítulo, nos damos cuenta, además, de que los acontecimientos fueron relatados por Apolon para un documental etnográfico, pero esta vez con el signo invertido: un Apolon envejecido nos cuenta un Sao José dos Ausentes como oasis turístico, una utopía del capitalismo en el medio de África, antes de la disolución final)

De modo que experimentos como el de Manigua (y de una manera aún más conceptual, Cuaderno de Pripyat) transforman la novelística en un objeto hipersensible, altamente vulnerable a los impactos del mundo; y no es casual que esta clase de ficciones adopten la forma de la distopía. Pero si, y solo si, le anexamos a esa etiqueta contemporánea las temporalidades primitivas, atávicas, con las que, al mismo tiempo, sueña nuestro presente.

Tal vez por esa, (y por otras razones, por supuesto) ese pequeño librito de sólo sesenta páginas sea el secreto mejor guardado de la década, una suerte de estado de excepción literario que parece delinear, como un grabado, el límite exterior de la literatura argentina escrita en nuestros días.