Wednesday, January 05, 2011

Mártir de la homonimia

Por Max Gurian

A la Mujer Maravilla, ícono televisivo de fines de los 70 y comienzos de nuestra infancia, no se le conoce descendencia directa y, sin embargo, su lazo mágico ha concebido, desde entonces, un sinnúmero de reivindicaciones de género y no menos imputaciones sexistas, haciendo gala, para ello, de un atuendo de traza yanqui que la moda actual sólo admite en cumpleaños de un dígito, en inventarios de pornoshop con licencia para el comercio kitsch o, cual efecto de realidad, en las emisiones de cumbia sabatinas. Tan etéreas y evidentes como el avión de esta heroína impar, dos mujeres son el vehículo inconsulto de las pasiones puestas en juego por la comunidad de hombres que puebla La comemadre. Menéndez, Jefa de Enfermeras del Sanatorio Temperley, es el mudo objeto de deseo del cuerpo médico a cargo de la institución, grupo contemporáneo de las rimas modernistas de Leopoldo Lugones y adepto, como él, a las fuerzas extrañas, la depuración de la raza y el suicidio ritual. La académica Linda Carter, en cambio, será, un siglo más tarde, apenas un año atrás de acuerdo al calendario vigente, centro de mofa y estrategia crítica de un artista plástico local con pretensiones cosmopolitas. Ambas mujeres asistirán, desde el escenario o en un palco lateral, a las metamorfosis amorosas del Doctor Quintana y del joven creador sin nombre, voces cantantes de la narración que se empeñan en mezclar el registro de sus propias mutaciones con la descripción paciente de los experimentos límites que realizan con los otros.

Quiero hacer mía la queja que la doctoranda extranjera formula a modo de presentación en la novela. Dice (y cito): “Soy una mártir de la homonimia” (97). Como recordarán, Linda Carter es, de hecho, el nombre de la actriz que encarnó a la Mujer Maravilla en la serie mencionada, pero no así –hay que subrayarlo– el otro nombre del personaje, que sigue, a pie juntillas, la lógica identitaria dual de los superhéroes: para los amigos del barrio, entusiastas del olímpico Pierre Grimal, su nombre era, simplemente, Diana. Es en esa brecha constitutiva entre nombres y cuerpos, ya advertida, desde el título mismo de la publicación, en el anuncio de la revista Caras y Caretas que da cuerda y tono a la fábula de La comemadre, que Larraquy habrá de indagar, corrosivo, los modos de construcción de toda genealogía.

Si traigo a colación el drama nominal de la tesista norteamericana, conflicto de neto corte cartesiano –permítanseme la cacofonía y la insistencia en el dilema onomástico, cuestiones no ajenas a la biografía del mismo Roque–, si traigo a colación este drama, entonces, no es sólo por rigor hermenéutico ni por solidaridad corporativa con la compañera docente, sino mas bien porque un puñado de amigos del autor, reunidos todos aquí en la sala, hemos visto usurpados nuestros apellidos y nuestras miserias y endilgado el conjunto, con leves variantes, al elenco estable de la novela. Cada cual hará, en la circunstancia y modalidad que le resulte oportuna, la propia recriminación al escritor y a su impertinencia. En mi caso, el Doctor Gurian, miembro del coro médico, deja al descubierto mis cualidades más encantadoras: ampuloso y parco a la vez, en desacuerdo constante con los compañeros y sus propósitos y resultas, cínico por principio y hasta el fin. Como único atributo digno de mención, debo reconocer, mi otro yo cumple con eficacia la tarea de lector público de los protocolos experimentales del sanatorio, y lo hace con una dicción impecable que no puedo sino envidiarle, producto quizás de la biomecánica de su dentadura postiza, artilugio que no se priva de exhibir fuera del recinto de su boca y con el cual, digerido a medias el asado, mantiene conversaciones inefables.

Semejante afrenta, creo, me habilita a comentar sin reparo alguno las acciones perpetradas por mis colegas imaginarios y su instigador sajón, Míster Allomby, dueño y señor de la clínica bonaerense. Es éste quien les entrega a sus subordinados un documento, de procedencia desconocida y dudosa traducción, sobre la experiencia laboral de los verdugos europeos. Síntesis del documento leído: reflexión centenaria sobre una disciplina ejemplar. Ejemplo cabal de técnica, jurisprudencia y economía de recursos. Deontología paso a paso para una carrera exitosa y sin culpas al pie de la guillotina. Tratado de filosofía del derecho con apostillas piadosas en torno a la última visión de los condenados. Todo esto, y mucho más, puede leerse en esas pocas páginas, páginas que demuestran el talento presocrático de Larraquy para persuadirnos de la cientificidad de, diría, casi cualquier cosa y, más aun, para hacernos creer, a los legos y a los alópatas ficticios, que comprendimos, sí, que fuimos capaces de comprender los axiomas de partida, el razonamiento rector y la conclusión de llegada. También, por cierto, puede leerse ahí una idea descabellada defendida con celo por la praxis de los ejecutores: toda cabeza cercenada, afirman, tendría unos cuantos segundos de sobrevida. (Nótese, entre paréntesis, el cariz familiar y tradicionalista del escrito: es el legado de verdugos padres a hijos verdugos, un pasaje de postas que la novela, con admirables piruetas, reproduce entre sus dos historias, sin dejar de postular un entramado de ascendencias insospechadas.) La lectura argentina del texto foráneo, por ende, da rienda suelta a la voluntad de lucro profesional y monetario de los atentos escuchas; y estimula la competencia viril entre Quintana y su némesis, el memorable Papini, frenólogo aficionado y pretendiente de la fantasmática Jefa de Enfermeras.

Lejos de Hipócrates, en las inmediaciones de Lombroso y muy cerca del Petiso Orejudo, los médicos entienden que la mejor manera de prevenir la muerte de los pacientes terminales es adelantar su inminencia, y darles un empujoncito hacia el más allá. Se trata, en suma, de cortar cabezas, y a ver qué pasa, che. Considerando que tienen los propios cuellos a resguardo gracias al almidón de sus camisas, los facultativos se lanzan a la busca de cancerosos. Con el arpa en una mano y el estetoscopio en la otra, no encuentran demasiada resistencia en los dolientes. Apunta, al respecto, Quintana en su diario (cito): “La mayoría se deja convencer porque intuye un desafío científico argentino de dimensión mundial, y en esta efusión de patriotismo entregan el cuerpo. El clima de gesta favorece el sí fácil” (63).

Aleccionados, supongo, por el chauvinismo previo al primer Centenario, enardecidos por la literatura fantástica del Doctor Eduardo Holmberg, y munidos del imprescindible saber acerca del funcionamiento de la glotis que Wilde (también Eduardo y doctor) había desplegado en su tesis sobre el hipo décadas antes, ¿qué más cabía esperar de estos individuos? ¿Pruritos éticos? ¿Sentimientos humanitarios? Sea como fuere, cuando la pseudociencia del viejo continente llega a la pampa bovina y cuchillera se transforma, sin remedio, en “cosa ‘e mandinga” o en tecnología de punta, pero nunca permanece igual. En un país sin reyes ni sumos pontífices, la guillotina abandona la vertical y se recuesta sobre sí con cierta indolencia, y hasta con un sesgo democrático. El uso capital del suplicio francés deviene aquí un artefacto que tiende al gasto improductivo y cuya verdadera finalidad se ignora. De hecho, a pesar del entusiasmo general, la pesquisa metafísica propuesta tiene, en lo inmediato, resultados triviales. Las cabezas parlantes de los pacientes degollados sólo pronuncian, en los casos en que no se llaman a silencio, frases sin carga esotérica o meras palabras de circunstancia, dejando en evidencia, como mínimo, el contraste entre lo percibido y lo enunciado. El fracaso, se verá, tendrá su redención narrativa en la siguiente sección de La comemadre. En esta, entre otros dividendos colaterales, nos remite a la flamante invención del cine y busca descubrir, a través del corte de cabezas en serie, la velocidad exacta para producir la ilusión del movimiento realista en la pantalla; o nos deleita, a su vez, cuando Larraquy, con la elegancia que impone la locación y su notable pericia para el deslizamiento metonímico y el usufructo incesante de los elementos de la fábula, transfigura las consabidas cuchillas en patines para hielo en una multitudinaria escena de amor y de escarnio situada en el Palais de Glace.

Retengamos por último, de este primer relato de La comemadre, el esbozo de una teoría ontológica ligada a la falta, aventurado por Papini y consignado por Quintana (cito): “La hipótesis es que somos porque no somos todo lo que podríamos ser. Dicho de otra manera, señor director, el ser se funda en su falta de variedad, que es casi lo mismo que decir que existimos en y por el error” (82).

La segunda parte de la novela es mucho más breve, como conviene al mundo contemporáneo, puro vértigo y simultaneidad. No obstante, al igual que la anterior, aúna cortejo fúnebre y cortejo amoroso en el retrato de un artista adolescente fascinado por los espejos y la cópula homosexual. Mezcla, en partes iguales, de niño terrible y niño cobayo, el protagonista descubre pronto su excepcionalidad: posee talento gráfico para la reproducción de pinturas canónicas o miembros de la anatomía humana, y también una precoz capacidad para la ignominia. A los seis años, ante las cámaras de televisión de Canal 9, copia sin esfuerzo el Cristo de Mantegna en posición decúbito prono –un Cristo muerto–, y le hace, con idéntica maestría, un tacto rectal al niño canadiense que pretende llevarse los laureles catódicos en pugna. Con la adolescencia llega la obesidad, el deseo de inscribir su nombre (nunca pronunciado) en la piel de los otros, y la decisión de (cito) “dar vida al monstruo” (102). No se trata ya de medir y controlar la diferencia orgánica de posibles seres atávicos –prerrogativa de la clase dominante que inquietaba al Doctor Papini–, sino, por el contrario, de producir ese malestar clasificatorio, el desvío que pone en jaque la norma y la relación entre lo mismo y lo otro –estrategia de supervivencia viral de los estamentos sin medios–. Toda la biografía estética del joven y su relación erótica con los partenaires Lucio y Sebastián es una exasperación de la noción de doble que habrá de tornarse triple y única, como la santísima trinidad, en una vuelta de tuerca final.

Si hay algo monstruoso ¬–y lo hay– en la novela de Larraquy, no es tanto la sucesión de escenas de matarife ni la inmoralidad de los protagonistas sino la anomalía atribuida a todo origen, a toda creación, a toda identidad. La problemática se halla inscripta, desde el vamos, en la doble nomenclatura del término “comemadre”, tanto en el neologismo español como en sus vertientes siamesas anglosajonas (motherseeker y momsicker; 139), denominación paradójica que el narrador traduce como “buscamadre” y “enfermami”, respectivamente, y que no escaparía a la sagacidad filológica de Linda Carter. La múltiple denominación, por supuesto, responde a una indeterminación estructural, a la doble entidad biológica de la comemadre, perteneciente tanto al reino animal como al mundo vegetal.

La novela tiene, en resumen, dos modos de tratar la materia: el corte y la disolución. El primero remite a la guillotina y a lo quirúrgico; el siguiente, a los efectos químicos del fuego, a la implacable dieta sin carbohidratos y a las larvas de la comemadre. Lo que persiste, pese a todo, son los restos, las reliquias, los cadáveres y, en primer lugar, la lengua. De allí que se insista en la continuidad de los significantes desde la primera página. De los dúos galácticos imaginados por el pensamiento moderno, el tándem Saussure-Parravicini no deja de asombrar por su alto grado de perversión. Los epígrafes de la novela profetizaban ya el regreso triunfal, en esta segunda historia, de todas y cada una de las frases postreras que escuchamos de boca de los donantes. La comemadre es así una novela escatológica: indaga con ironía sobre el fin del hombre y de lo humano y lo hace, como corresponde, desde el cuarto de baño. Escatología por demás innovadora dado su proselitismo por la asepsia. Tarea para el hogar: identifique el lector las escenas que transcurren en baños y medite sobre su relevancia para el desarrollo de la trama. Algunas pistas, y sólo algunas: Papini localiza la diferencia femenina –su amenaza– en el uso arcano del bidet; hay quien descubre en ese cuarto las bondades del dulce de leche y quien intenta matarse ahí, durante la década infame, a punta de pistola; otros lloran y confiesan sus pesares a terceros.

¿Qué se transforma y qué subsiste en el pasaje de un siglo (1907) al otro (2009)? Con la lógica proliferante del cáncer, se retoman aquí los elementos ya empleados y se los vuelve a replicar una y otra vez. De la tentativa cientificista por atisbar el sentido del más allá pasamos a la mutilación como espectáculo y a una seguidilla de instalaciones grotescas y pop que olvidan el virtuosismo artesanal de la infancia y sacan provecho del escándalo mediático y de las regulaciones impuestas hoy por el mercado del arte. Pero ¡atención!, aun en este contexto, el descaro tiene límites claros de antigua cepa: la exposición anatómica de articulaciones humanas en las diversas obras concebidas por el artista coincide, de manera peculiar, con el retaceo de la imaginería sexual e, incluso, con un pudor sentimental exacerbado.

Tendrán presente todos el clásico truco “La serruchada”: una mujer, bella o con brillantina en los pómulos, se adentra en un receptáculo hermético de la mano del mago de turno y sonríe ampliamente mientras el hombre examina cerrojos, ajusta compuertas y blande un serrucho. El corte por la mitad es exacto y cada parte se exhibe como un todo. La novela procede de igual forma pero omite la catarsis final que la audiencia espera: las secciones de la caja no vuelven a juntarse y sus dimensiones y caracteres habrán de ser, fatalmente, distintos. El éxito de la empresa, me parece, reside, en efecto, en dejar las partes al descubierto para barajar y dar de nuevo, y volver a cortar, mediante una mixtura de géneros inusual en la literatura argentina reciente.

Y como creo percibir, de hecho, la sombra de una cuchilla en la nuca, anunciando mis últimos segundos, nada más diré sobre el destino amoroso y experimental de los protagonistas: deberán adquirir el libro y leerlo por cuenta propia. Pero dado que mi homónimo es un hombre docto que quedó, en la divisoria de aguas, del lado del mal, quizá no sea yo la víctima propiciatoria que cabría esperar esta noche sino, claro está, ustedes, los futuros lectores que se han acercado hasta aquí, dóciles y sin bufanda, para gozar del melodrama cáustico compuesto por el autor. Hago a un lado, entonces, el dedo censor de mi doble y dejo que la dentadura postiza que se me atribuye aplauda sin cesar sobre el escritorio, mientras me dispongo a ver cómo ruedan las cabezas y repito, para mis adentros: “¡A ver esa magia, Larraquy!”.