Por Aquiles Zambrano
Piso 1
Teoría
del ascensor (Entropía 2017), el último libro de Sergio Chejfec, asume desde el
título la estrategia de la suspensión. Es una experiencia que producen algunos
de sus libros. Un cierto levitar pausado por encima de la inteligencia (o la
intelección) de las cosas cotidianas, quizás un efecto propiamente chejfeciano.
Porque Sergio Chejfec ya no es sólo un libro, a la manera de esos autores cuyo
mérito resulta de un título encumbrado, casi milagroso, que proyecta sobre el
resto un interés subsidiario en su lectura. A estas alturas, Sergio Chejfec es la totalidad de una obra o,
más propiamente, como afirma Patricio Pron sin miramientos en la contratapa de
éste libro, “uno de los acontecimientos más importantes de la literatura en
español de la última década”.
Tiene
razón, por supuesto, pero trato de evitar las afirmaciones grandilocuentes.
Pues trato de recordar la palabra que usó el propio Chejfec cuando me le
acerqué durante la presentación de uno de sus libros y le dije, sin el menor
pudor, que yo lo consideraba un maestro. Chejfec, sospechando algún trasfondo irónico
en mi consideración, como haría cualquier hombre que se precie de su
inteligencia, me atajó con una palabra que ahora no recuerdo, pero que
describía la idiosincrasia del venezolano. Quizás dijo vehementes,
extravagantes, comedores de serpientes, propensos a la cháchara y el ruido, no
lo recuerdo, porque en ese instante la conversación derivó, afortunadamente,
hacia algunos nombres de la literatura venezolana que aquel extranjero en Buenos
Aires conocía mejor que yo.
Es
curioso, Teoría del ascensor abunda en textos sobre Venezuela. La huella de
Caracas se percibe implícita o explícitamente a lo largo de sus páginas. El
carro de Juan Liscano, por ejemplo, serpenteando por el valle camino a una
fiesta de fin de año, trasportando a dos intelectuales exiliados en los setenta,
Dardo Cúneo y Lorenzo García Vega. El gracioso secreto revelado por Victoria de
Stefano sobre el verdadero nombre de un mendigo que, desde la mañana al
anochecer, movido por un inexplicable deber ciudadano, se instala en una
esquina de Sebucán, vestido de saco y corbata, a dirigir el tráfico. O la
escena de una telenovela escrita por José Ignacio Cabrujas donde un hombre
adinerado, también vestido de traje y corbata, duda en hacer o no una llamada,
y cuyo desenlace humorístico es adoptado por Chejfec como “blasón secreto”.
Me
sorprendieron esos destellos humorísticos en este libro. Por primera vez, luego
de leer varios de sus títulos (de la experiencia un poco traumática de Lenta
biografía, por ejemplo), una sonora carcajada me sacudió durante la lectura.
Quizás Chejfec en Venezuela aprendió a reír. ¿Cuál es la lección especular que
yo tendría que aprender en Buenos Aires?
Piso 2
El
yo desmesurado ha venido discutiendo silenciosamente, en la oscuridad del
anonimato, con el maestro a lo largo de tres años, más concretamente desde el
2015, en todo lo que ha escrito y amarrado, junto a las fieras tropicales, en
el baúl. No tanto porque crea que hay algo en sus lecciones (que no las hay)
que deba ser discutido, sino porque el yo vehemente del país caribeño no
conoce, o más bien no puede ensayar otra forma de pensamiento que no sea
dialéctico.
El
yo exacerbado se da cuenta, sin embargo, que los libros del maestro no proponen
ninguna tesis a la que él pueda oponer una antítesis; que, de hecho, si hay
algo a lo que rotundamente se niegan sus libros es a proponer una tesis, a
amarrar una definición taxativa o transparente. Pero allí es, justamente, donde
su autodesignado discípulo le discute, pues considera que detrás de su poética
de la irresolución, de la suspensión del juicio o la deliberada ambigüedad de
sus textos, se oculta pudorosamente un empeño y una voluntad inquebrantables.
En realidad, más que discutir la estrategia de suspensión del maestro, al yo
desmesurado le interesa aprenderla, pero la única vía de aprendizaje que conoce
es la dialéctica. Quizás lo que lo mueve a buscar una lección en sus libros (alguna
clase de positividad) sea precisamente la decidida negativa de éstos a producir
alguna.
Piso 3
Ascendemos
en el ascensor de Chejfec hacia la incomprensión de lo que hace en este libro,
suerte de compendio de sus temas clásicos. En uno de sus apartados, hacia la
mitad del volumen, el autor describe una divertida lista que vincula novelistas
a recetas gastronómicas. Su caprichosa y secreta intención, según sus propias
palabras, es “cotejar dos órdenes autónomos entre sí, ambos pertenecientes a
diferentes regímenes y cada cual bajo constante cambio”.
Pues
bien… Una lista especular puede realizarse, no en relación a alimentos, sino a
narcóticos. Probablemente no sea una idea tan original, y probablemente sea
políticamente incorrecta, pero también me resulta divertida. ¿Qué droga
podríamos asociar al nombre de Sergio Chejfec? Sin dudarlo un segundo
respondería: al Clonazepan.
Como
reconocerán sus lectores, algunos trayectos de su obra pueden producir
somnolencia, pero también una plácida, elevada, felicidad. La suspensión, en su
obra, también se experimenta como un estado narcótico. Todo forma parte del
efecto Chejfec.
Piso 3 y 1/2
¿Y
Mario Bellatin, autor frecuente en las disquisiciones de Chejfec, y también
presente en este libro, qué droga podría corresponder al peruano mexicano?
Bellatin es, quien podría negarlo, un viaje delicado y terrorífico con ayahuasca.
¿Y Rómulo Gallegos? Una mascada de chimó. ¿Y David Foster Wallace? Cafeína y
azúcar en una lata de Coca Cola. ¿Y Fogwill? Bueno… ya sabemos qué sustancia
corresponde a Fogwill.
Piso 4
¿Teoría
del ascensor es una suerte de compendio o índice de la totalidad de la obra de
Sergio Chejfec? Podría leerse así, pero es mejor ser precavidos. En todo caso,
habría que destacar el combustible léxico que proporciona. No me ocurre con
otros autores. No me ocurre con Bellatin, ni con Saer, ni con Di Benedetto, por
mencionar algunos escritores de nuestra lengua que figuran en el texto. El uso
de palabras infrecuentes, no tanto ignoradas, sino infrecuentes, que sin duda
has leído, pero que no estás seguro de conocer del todo, o no forman parte de
la paleta de colores que sueles usar cuando escribes, y mucho menos cuando
hablas; la combinación aún más inesperada de esas palabras, no lo sé, algo
impreciso en la química que las organiza, imprimen a los textos su originalidad
narcótica. Da la sensación de que el propio Chejfec también desconoce un poco
sus palabras, como si una deidad extranjera se las dictara desde un lugar
apartado de las secuencias habituales. De hecho, en un apartado menciona la
dificultad de un traductor al tratar de volcar sus textos a otra lengua, lo que
deriva en el autor intentando reescribir un párrafo o fragmento, traduciéndose
a sí mismo. ¿Sergio Chejfec es intraducible? No lo creo. Si hemos disfrutado a
Barthes en castellano, no veo por qué no podamos devolverle un Chejfec al
francés.
Piso 5
El
yo desmesurado ahora piensa en la pobreza del vocabulario en relación directa
con la pobreza material. Piensa en la metafísica de las finanzas, en las
famosas tormentas cambiarias de la Argentina (donde es un yo extranjero), en
las guerras comerciales entre potencias mundiales y el impredecible curso
general de la economía. Ha comprobado en carne propia la reducción del
presupuesto, y su consecuencia lingüística. Al dejar de leer con la frecuencia
a la que venía acostumbrado, un poco por razones económicas y otro por
desafortunadas configuraciones de la vida, las palabras que alimentan su
subjetividad extravagante se pierden en la bruma. No es que las desconozca, es
que de pronto las olvida, lo abandonan. Sabe que allí están, dormidas, esperando
para saltar sobre su conciencia, pero cree que, por algún principio de economía
psicológica, justamente, las palabras se repliegan durante los rigores del
trabajo cotidiano. Puesto que no se requiere más que un puñado de palabras para
dar cuenta de la realidad diaria, las otras, las sutiles, aquellas que
describen los matices de las cosas, se desvanecen naturalmente. Un vocabulario
mínimo se requiere para sobrevivir el mundo, pero en algún punto no del todo
claro, piensa el yo, la acumulación se torna lujo.
Piso 6
Curiosa
extranjería la del maestro. ¿Cómo puede ser la extranjería una experiencia
lujosa del lenguaje? Las llanas verdades del inmigrante constriñen la riqueza
espiritual de la lengua al ámbito del cuerpo. Predominio de verbos sobre
adjetivos, de acción sobre contemplación, un puñado de sustantivos como monedas
para transar con ese mundo ajeno, a veces amable, a veces hostil, la mayoría
indiferente. El inmigrante suele exhibir una mudez desnuda, o en todo caso un
lenguaje elástico, adherido al cuerpo. La verdad de éste y su degradación, la
desnudez de su despojo político inevitable, no aparecen en la obra de Chejfec,
al menos hasta donde el yo sabe. En Chejfec la extranjería es, sobre todo, una
condición espiritual, abstracta, más interior, que exterior. El yo se inclina a
creer que una literatura extranjera tiende a arreglarse con poco. El Kafka de
alemán neutro, o directamente sin estilo, del que hablan Deleuze y Guattari; el
punto de subdesarrollo de la lengua, su marginalidad, etc. Por eso resulta
inexplicable el origen de la suntuosidad chejfeciana. Y más después de leer,
hacia el final del libro, cosas como: “siempre los libros significaron un
dinero que no abundaba; el costo se alzaba como una barrera infranqueable”.
Entonces, entonces… ¿cómo puede ser la extranjería una experiencia tan
abstracta, cómo puede la cotidianidad revelar tal cantidad de matices en sus
libros, de dónde proviene el combustible léxico que alimenta el sistema Chejfec?
Supongo que todo escritor exiliado acumula una riqueza interior en relación
inversamente proporcional a la exterior. Como dicen: cultiva una lengua propia
en oposición a la ajena. La no pertenencia al mundo externo lo vuelca hacia
adentro. ¿El confort del dinero adormece la lengua, y la pobreza del exiliado
la estimula? No estoy tan seguro de eso. “Ser extranjero es una exacerbación
lingüística”, dice, en todo caso, Chejfec, a propósito de Osvaldo Lamborghini.
Piso 7
Suspendidos
en el penúltimo piso del ascensor, contemplo Caracas desde el aire, a través de
las postales agujereadas por termitas que un presunto recién llegado Chejfec envía
a amigos fuera de Venezuela. Nunca entendí la experiencia burguesa del flâneur.
La ciudad como escenario dramático, el vagabundeo como excusa reflexiva, la
digresión atada a la marcha, como si el texto se escribiera con la naturalidad
del que camina. Mucho menos entendí esa experiencia en relación a Caracas,
ciudad hostil como pocas latinoamericanas, tan poco propensa a ser caminada, en
primer lugar, por las características del terreno (se trata de un valle
sinuoso, con severas pendientes y declinaciones), y en segundo, por esa suerte
de algarabía salvaje agazapada en cada esquina, el peligro de muerte violenta
latente a cada paso. Si algo produce Caracas en la subjetividad de sus
habitantes es un estado de alerta constante. La mirada paranoica sobre la
espalda, el juego de ocultamiento y exhibición de las prendas según zonas
específicas (aquí puedo sacar el celular, aquí no), el sudor y la tensión de los músculos,
preparados siempre para poner el cuerpo a tierra ante una balacera o para salir
corriendo. No hay nada en Caracas que invite a la reflexión. Entiendo que la
experiencia del flâneur surge en una zona difusa, del comercio entre la presencia
en el espacio y la introspección. Pero abstraerte en Caracas, si quiera por un
segundo, puede costarte un robo, o incluso la vida. Lo más que podría decir al
respecto es que Caracas ofrece a sus transeúntes una experiencia extrema del
cuerpo que, por su radicalidad, cancela toda posibilidad digresiva.
Aunque
quizás exagero. Alguien podría considerar que la vista desde alguna de las
cumbres caraqueñas dispone un estado de contemplación único, ideal para el
ejercicio especulativo. Incluso alguien podría argumentar que el estado de
alerta constante es propio de cierta burguesía amurallada y medrosa, incapaz de
recorrer su propia ciudad a pie. Es verdad, pero más allá de eso, cualquiera
que haya vivido Caracas a plenitud (para quien ésta haya sido una experiencia
iniciática) necesariamente entiende la ciudad como una entidad hermosa y
amenazante. La belleza mortal del crepúsculo, de la que habla Chejfec en el
último parágrafo del libro; las postales agujereadas por termitas, que bien
pudieron ser balas, como testimonio material de un paraíso, de una promesa que
no fue. Es una experiencia que difícilmente puede ser negada y que tiene sus
secuelas psíquicas. Porque la forma reflexiva que modula la ciudad de Caracas
es fundamentalmente paranoica. Si hay una oportunidad para la especulación,
ésta es paranoide. Si hay un resquicio donde puede florecer el ensayo, éste es
paranoide. La mirada que recorre las fachadas y las calles carece de la
placidez contemplativa, donde una cosa inerte puede revelar una naturaleza
insospechada. Lo único que la mirada caraqueña revela es la amenaza. Está
entrenada para detectar los signos del peligro (y si no los detecta, a
inventarlos). El delirio de persecución no es infrecuente caminando por sus
calles. Más que a la abstracción, caminar por Caracas ofrece a la psique una
sobre inmersión en la ciudad. Es decir,
la digresión no se produce por el discurrir flotante de la mente que
conecta recuerdos o ideas con los datos empíricos presentes en el espacio
inmediato. Más bien la especulación paranoide caraqueña conecta datos empíricos
presentes en el espacio inmediato creando una suerte de sentido hiperreal que
señala la forma de la amenaza. Si la
digresión del flâneur se eleva sobre el espacio de la ciudad, la especulación
paranoide indaga, penetra la membrana en busca de un sentido oculto. Nadie que
haya vivido Caracas sale indemne de ella. Todos salimos agujereados por
termitas.
Piso 8
Así
como los caraqueños desconocen el frío (hecho que muy perspicazmente señala Chejfec),
así mismo, desconocen la noche abierta. Un toque de queda cultural,
generalizado, impone a sus habitantes el resguardo luego de la caída del sol.
Las clases adineradas amurallan sus urbanizaciones y las populares esperan
detrás de sus puertas la próxima balacera nocturna. El transporte público
languidece y las calles se vacían. La pauta la marca la hora de cierre del
metro, a las 23:30. Por eso, la nocturnidad en Caracas sólo es posible asociada
al automóvil, en el traslado rápido de un punto a otro, de un encierro a otro.
No hay nada parecido a una noche abierta. En buena medida, la omnipresencia del
automóvil particular como dispositivo esencial en la experiencia nocturna de
Caracas se deriva del precio irrisorio de la gasolina. Durante años, el bajo
costo del combustible ha instaurado una cultura de la movilidad que organiza
los grupos sociales alrededor del automóvil. No todos son propietarios de un
carro, por supuesto, pero cada familia, cada grupo de amigos alberga en su
interior a uno, quien asume implícitamente la responsabilidad del traslado de
los miembros, quienes a su vez delegan en el propietario la voluntad sobre la
hora y el lugar de los encuentros sociales. Nadie, o casi nadie, se mueve solo
por la ciudad en la noche. Por eso Caracas es una ciudad que propicia la
cohesión de clanes, grupos de amigos o familias que se desplazan en manada, que
dependen unos de otros, que se cuidan unos a otros. La nocturnidad caraqueña
teje vínculos afectivos entre sus ciudadanos. De ahí, quizás, la famosa
hospitalidad de la que algunos dan cuenta.
Una
de las primeras experiencias que recupera el exiliado venezolano, en una ciudad
como Buenos Aires, es, precisamente, la apertura de la noche. La proliferación
de la ciudad durante las horas sin sol, las calles atestadas de gente, los
bares, los teatros, las plazas, el simple hecho de que el transporte público
permanezca durante la madrugada, tan naturalizado para los porteños, representa
para el exiliado venezolano una libertad sin precedentes. Me he visto en la
situación de tener que recomendar a un recién llegado, a las afueras de un bar,
la inutilidad de regresar en taxi, o en todo caso la seguridad de regresar en
colectivo. Con esto no quiero decir que Buenos Aires sea una ciudad
especialmente segura, como a veces suele pensarse desde afuera. Buenos Aires es
una ciudad tan violenta como cualquier capital latinoamericana. Lo que ocurre,
quizás, es que, a diferencia de Caracas, Buenos Aires posee un mecanismo de
discriminación que expulsa la violencia hacia los márgenes. Caracas concentra
los humores hacia el centro, en la concavidad común del valle, mientras que la
planicie de Buenos Aires tiende a dispersarlos. Además, la organización
rectilínea de CABA permite una mejor organización (la identificación precisa de
calles, avenidas, numeración de casas, etc), algo prácticamente imposible en la
sinuosidad del valle caraqueño. La primera vez que me indicaron una dirección
porteña, con un simple nombre y un número, pensé que me estaban jodiendo. Esa
simplicidad no existe en Caracas, donde el dictado de una dirección significa
una descripción extravagante de elementos inverosímiles que puede incluir una
palmera, un portón azul o un “policía acostado”. En todo caso, la pobreza y la
violencia en Buenos Aires también son palpables, tal vez la única diferencia
radique en que los argentinos nunca cedieron su noche al miedo.
Por
otra parte, también es cierto que la cultura de la movilidad porteña desalienta
el desplazamiento organizado en clanes. A diferencia de Caracas, donde las
rutas son fijadas de antemano (de un encierro a otro), la noche porteña se
despliega en un abanico de posibilidades. Ninguna logística previa determina
los desplazamientos. Nadie depende de nadie y cada cual es responsable de sí
mismo. En Buenos Aires uno puede saber con quién llega a un lugar pero no con
quién se va. A nadie se le ocurre pedir que lo lleven a ningún lado y nadie se
siente responsable de devolver a nadie. La gente simplemente se encuentra en
los espacios sociales. Esto origina una suerte de individualismo hipócrita en
el que cada cual finge andar por su cuenta, o encontrarse por obra del azar. Así
como los individuos se juntan en la noche, así mismo, con la facilidad que
ofrece la apertura de la superficie, se dispersan. La experiencia de la noche
porteña no es propicia para la amistad, ni teje vínculos afectivos. La
extraordinaria libertad que ofrece tiende al solipsismo, y en ese sentido sí,
podría decir, Buenos Aires es una ciudad que se presta al vagabundeo, al
peregrinar solitario y fantasmal por las calles, a esa presencia ausente del flâneur.
Planta baja
Por
último, de regreso del viaje vertical, antes de salir del ascensor, el yo se
detiene frente al espejo de la cabina a escudriñar en los agujeros que dejaron
las termitas en su rostro. Piensa en la “amenaza de irrelevancia” que asedia a
las literaturas del yo. Piensa en esa maldita limitación narcisista, tan
antigua como la epistemología, que impide abordar nada sin la mediación de
aquella subjetividad agujereada. Luego piensa en la “mirada testimonial” de la
que habla Chejfec, en la zona intermedia entre objetividad y subjetividad que
descubre en la cámara de Bela Tarr, y en cómo ello irradia una interpretación
sobre su propio procedimiento. Piensa, en definitiva, en el ascensor como una
experiencia de la suspensión, pero sobre todo autoreflexiva. Al fin y al cabo,
¿qué es el ascensor sino una capsula con un espejo? Teoría del ascensor es eso:
una capsula suspendida en la que ningún yo exiliado puede dejar de verse, y
menos si es venezolano.