Wednesday, October 17, 2018

Poesía, adrenalina, vejez

Por Christian House para The Telegraph


“Al está en el jardín de invierno, pase”, me dice Anne Alvarez con una sonrisa “radiante como un amanecer”; así la definió alguna vez su marido. Y es una descripción perfecta. Y es que hace ya más de medio siglo que Alvarez –poeta, crítico, novelista, escalador, aficionado al póquer– viene capturando la esencia de las cosas bellas de manera simple y elegante.

Serpenteo por los pasillos en penumbras de la casa de los Alvarez –una vivienda angosta ubicada en el barrio de Hampstead–, mientras los destellos de la mañana invernal se abren paso hasta los marcos de los cuadros, y salgo a las hojas y a la luz donde Alvarez suele sentarse a contemplar sus plantas. Anne me ofrece un café en el momento en que Al despide galantemente a la fotógrafa de The Telegraph.

A sus 83 años, Alvarez conserva todavía cierto aire de mosquetero –amplios pectorales, bigote fino y blanco–, y aún impone una presencia vital y masculina a pesar de que hace cuatro años un ACV lo dejó literalmente por el suelo. “Los indicios estaban ahí, pero elegí no verlos”, cuenta en su nuevo libro. “Tomé un par de cucharadas de sopa, me incliné hacia adelante para cargar una tercera pero me deslicé de costado, me caí de la silla y no pude volver a levantarme.”

En el estanque es una incorporación muy acertada en un corpus literario ecléctico que incluye libros sobre poetas, escaladores y tahúres –toda gente que ha investigado, de una forma u otra, la importancia de la técnica–. Ya se trate de la métrica de un poema o la cadencia de un relato, de una soga durante una escalada o el modo de revelar una mano de póquer, Alvarez comprende la importancia del ritmo y sabe cómo usarlo oportunamente. En este caso, y utilizando como prisma narrativo una década de chapuzones en los estanques de Hampstead Heath, se concentra en el modo en que la vejez va ralentizando el tempo de la vida. En el estanque –un diario de natación que comienza en 2002– está salpicado de charlas, apuntes sobre los cambios que traen las estaciones, un coro griego de gallaretas y la aristocrática presencia de una garza de lentísimos aleteos.

“No pasa nada, y esa es la gracia”, asegura Alvarez, y estalla en una carcajada. El libro revolotea entre sus chapuzones en el Estanque Mixto, lleno de sauces que se asoman sobre el agua, y los espacios abiertos del Estanque de Hombres. “Lo mejor sucede en el de Hombres”, dice. De hecho la amistad masculina es una suerte de estribillo recurrente en este relato fragmentario. “Es un gran lugar. Está lleno de conocidos. Y tal vez una de las cosas más interesantes es que se trata de gente que jamás veo fuera de ese ámbito.”

Los hombres del estanque conforman una pandilla variopinta: están los guardavidas, capitaneados por el paternal Terry, y los habitués a los que deben cuidar, entre los que se cuentan Chris Ruocco, sastre de Kentish Town, y Mike King, ex estrella pop que alguna vez supo ser telonero de Sinatra. “Se parece bastante a un club”, dice Alvarez.

La natación en los estanques de Hampstead quedará ligada por siempre a la temperatura y la resistencia. “Me encanta. Y el hielo es parte del placer. La natación de verano no cuenta”, se ríe. Su desconfianza sobre la temperatura que marca el termómetro de los guardavidas es de hecho uno de los chistes recurrentes en el libro. Y en tanto el montañismo ha sido su otra pasión extrema, la natación es algo que lo acompaña desde los once años, cuando se dio su primer chapuzón en la pileta pública de Finchley Road, durante los bombardeos alemanes a Londres.

“Ver las cosas a vuelo de pájaro es mucho más difícil que verlas desde el nivel del agua. Se puede seguir nadando en la vejez, algo que no sucede con el montañismo”, explica. “Tengo amigos que todavía esquían, Dios me libre. ¿Pero alguno que siga escalando? Eso se acaba a los sesenta, más o menos, a partir de esa edad la cosa se complica”.

Las dificultades que trae la vejez es uno de los temas centrales en esta crónica. Y su frustración por verse obligado a ceder ante lo inevitable es evidente (hace ya veinte años que Alvarez no escala). “Es agobiante. Pero es algo que sucede, es así. Ahora tengo ochenta y pico. De hecho soy tan viejo que casi no recuerdo lo viejo que soy. Envejecer tanto es una cosa sumamente extraña. Y también sucede que uno empieza a cerrarse un poco.”

Hace rato ya que su amor por la poesía y la adrenalina deja un tanto perplejo al establishment literario. “Tal vez no soy más que un viejo anticuado que viene haciendo esto mismo hace muchísimo tiempo. No veo la necesidad de diferenciar una cosa de la otra”, dice. “Auden tenía un hermano que escalaba muy bien. Auden jamás escaló, pero su hermano sí, y me acuerdo que leí eso con una sensación de: ah, sí, entiendo de dónde viene”.

Alvarez conoce de poesía y de poetas tal como un maestro vinícola entiende de cepas y viñedos. Y es un tema que aún lo convoca, aunque de un modo un poco lúgubre. Los poetas contemporáneos, cree, son casi todos “de segunda mano”. Y cuando le sugiero que el único poeta vivo en la conciencia pública actual es Seamus Heaney, suspira. “Eso también es cierto, y últimamente ya no es tan bueno, ¿no?”, se ríe. “Tienen una vida útil acotada. Yo, por ejemplo, soy mucho menos inteligente que antes”.

Su exitosa carrera empezó a mediados de la década de 1950 como crítico de poesía y editor de The Observer, donde trabajó diez años. Era un momento crucial en el desarrollo de la escena literaria británica: la batuta aún estaba en manos de escritores más grandes, como Edith Sitwell, pero ya a punto de ser arrebatada por los autores de “El movimiento”, entre ellos Kingsley Amis y Philip Larkin. Dos acólitos de la escena, Ted Hughes y Sylvia Plath, llegarían a ser amigos íntimos de Alvarez.

“Me parece que me tocó vivir un momento muy importante para la poesía inglesa, cuando Ted, Sylvia y algunos otros estaban cambiando el panorama”, dice. Las reflexiones sobre la mortalidad que emergen en el libro son muy oportunas. Este invierno se cumplen cincuenta años del suicidio de Plath, un hecho que Alvarez narró en El dios salvaje. La musa de Plath era la muerte, explica. “Una ironía espantosa. Sylvia alcanzó su mejor momento recién en su último año de vida, más o menos. Pero después de su muerte la obra de Ted fue casi íntegramente un homenaje a Sylvia. Se dio cuenta de había hecho algo tremendo al abandonarla”.

En el corazón de la escritura de Alvarez no anida el machismo ni una búsqueda por la mera emoción, sino más bien el deseo de vivir la vida con convicción. De hecho En el estanque describe la natación de agua fría casi en términos divinos. “En Londres es muy difícil encontrarse con manifestaciones celestiales, así que entre los gaviotines, el canto de los pájaros y este día radiante vuelvo a casa con un sentimiento de bendición”.

Ya incapaz de nadar por culpa de una pierna dañada, ahora visita el estanque casi como un adolescente enamorado. “Voy un rato, contemplo el agua y me pregunto por qué no estoy ahí”, dice Alvarez. Y mientras termino el café me sugiere que haga lo mismo. De modo que dejo en paz a los Alvarez para que puedan almorzar y parto hacia un helado Hampstead Heath.

Cuando cruzo la entrada al Estanque de Hombres me saluda un guardavidas alto y afable. Le explico que vengo por recomendación de Al. La pizarra anuncia una cifra gélida, y abajo una aclaración: “Frío según cualquier manual”. Sonrío y pienso en la desconfianza de Alvarez respecto de esos números garabateados en tiza banca. “Bueno, se supone que ayuda a forjar el carácter”, dice el guardavidas cuando uno de los nadadores sale del agua y pasa temblando frenéticamente al lado nuestro. “Ahí tenés: su carácter quedó irreconocible de tan forjado”.