por Iosi Havilio
Tengo más o menos nueve años,
Muchos rulos y los cachetes inflados.
Soy un chico inquieto y preguntón.
Estoy en un toyota plateado
Con tapizado bordó,
Mitad cuero, mitad corderoy.
Voy en el asiento de atrás.
Salimos de Buenos Aires hace poco.
Vamos por la autopista, hacia el oeste.
Es un día de mucho sol.
Mi hermana debe ir al lado mío.
Hace ese calor de enero, tan pegajoso,
Que me hace transpirar adentro del calzoncillo.
Papá maneja y yo a veces lo abrazo por detrás,
Me agarro del cuello, o le pellizco las tetillas.
Agarro un mapa.
Sigo con un dedo el zig-zag de la ruta,
Llego a un desvío, no sé para dónde seguir.
Me aburro.
Y me rasco la cabeza, o las piernas, o la cara,
Siempre estoy rascándome algo.
Un cartel enorme,
Cruza la ruta de lado a lado.
Fondo verde y letras blancas.
Dice: Luján, Pehuajó, Trenque Lauquen, Santa Rosa
Y en letra chica: Open Door, con un flecha para abajo.
Ese poco inglés que tengo en la cabeza,
Se pone en alerta.
Open y door son dos palabras que conozco.
Entiendo pero no entiendo.
El misterio está en esas dos palabras juntas, ahí,
En un cartel de la autopista, saliendo de Buenos Aires.
Tres segundos más tarde, pregunto:
Papá, ¿qué es Open Door?
Un pueblo, dice.
¿Un pueblo en inglés?
Sonríe y me cuenta.
Dice que es un pueblo con un hospital para locos,
Y que los locos pueden entrar y salir libremente,
Por eso se llama, Open Door,
Por que las puertas no se cierran.
La idea me encandila, quiero más.
Quiero ir, quiero ver, aunque sea un rato.
Pero papá que no, que recién salimos,
Que quiere hacer noche en La Pampa,
Y que ya son las doce.
Insisto: Dále pá, un segundo.
Podemos ir y cargar nafta, digo.
Que no, que si bajamos vamos a perder mucho tiempo.
Ahí está, a la vista, la bajada a Open Door.
Quinientos, trescientos, cien metros.
El auto pasa de largo.
Perdimos la oportunidad.
Me frustro, me resigno.
Pero muy rápido, a pesar del enojo,
A pesar de mí, sin proponérmelo,
Desde el asiento de atrás del toyota,
A bordo de un ultraliviano imaginario,
O un helicóptero transparente, o un motor volador,
Haciendo una parábola gigante por encima de la autopista,
Me zambullo en las profundidades del pueblo.
Y bajo, bajo, bien abajo.
Diez mil metros debajo de la autopista.
Y así, desde el aire, me pongo a explorar
Ese mundo oscuro, gótico y post atómico,
Idealmente fantasmal,
Castigado por la sequía y muy lejos del sol.
Oscuro, tan oscuro, y tan tapado de niebla.
Perfecto para filmar una película de terror.
Desde mi cenit aturdido,
Lo primero que veo es una calle larga,
Partida al medio por una plazoleta hundida,
Sin tierra, sin piedras, sin vegetación.
Al fondo, hay un arco de hierro, muy alto,
Con dos torres a los costados,
Como una castillo medieval.
Da miedo. Retrocedo.
Pero ya no puedo escapar.
Voy, en caída libre, en busca de primeros planos,
Detalles que se me revelan pronto.
Un quiosco se abre para mí,
Y un loco, para mí, cruza la calle,
En diagonal, porque sí, porque nadie nunca pasa por ahí.
Es raro. Parece peligroso y no hay peligro.
El hombre-loco es un poco más peludo que un hombre normal,
Es un hombre casi normal.
Está parado delante de las golosinas,
Elige algunas y el otro, el que sale a atender,
Porque hay un loco que compra y otro que vende,
Lo deja agarrar y no le cobra.
Son locos, y los locos,
No pagan, ni cobran.
De pronto, un bocinazo, una frenada,
Y la visión se interrumpe.
Dura tres segundos, eso es todo.
Tan falso y tan imborrable.
Yo vuelvo al calor del Toyota.
Me aburro, no sé qué hacer.
Quedan como dos días de viaje.