Friday, December 02, 2005

Los estantes vacios

[El futuro]

A un ciego que vende en el colectivo, Maite le compra un collar de fantasía por cincuenta centavos. Camino a su casa, por veredas de Villa Urquiza, juega entre sus dedos con el dije.
Una hora después, mientras habla por teléfono con Daniela, escucha que su padre la llama desde el aparato de la planta baja. Maite se despide y cuelga, recorre la escalera, la cocina y el pasillo. Ve la habitación en penumbras, cierra la puerta y se sienta en un borde de la cama matrimonial.
A los quince minutos, de vuelta en el pasillo, toca el dije recordando el momento en que lo compró. En la cocina se cruza con su hermana, la mira sin decir nada y sube los escalones que la llevan a su cuarto.
No baja al comedor cuando la llaman a cenar. Se queda despierta toda la noche y a las siete menos veinte, antes de que los vidrios dejen de reflejar imágenes, se prueba el collar frente a la ventana.
Media hora después, al oír ruidos en la cocina, se pone las medias y baja la escalera. Andrea, que ya tiene puesto el guardapolvo blanco sobre el equipo de gimnasia, saca de la mochila la carpeta que no necesita y la mete en un cajón. Maite le besa la frente, le saca una gomita de la muñeca y le hace una cola en el pelo.
Las hermanas desayunan café con tostadas sin hablar hasta que oyen el ruido de un motor y dos bocinazos. Andrea camina hasta el baño, se lava los dientes y, de vuelta en la cocina, le dice a su hermana:
–Ya te dijeron, ¿no?, que van a vender la casa y nos vamos a vivir con mamá... Viste que siempre se quedaban acá después de comer. Estaban hablando de eso.
Cuando Maite le responde con la cabeza, Andrea se acomoda las correas de la mochila y camina hacia la puerta de calle.


Silvana y Eduardo, los padres de las chicas, siguen durmiendo en la misma cama hasta ese viernes a la noche, cuando la mujer se muda al cuarto del televisor. El sábado a la mañana Andrea les pregunta si se pelearon, y su madre le dice que se cambió de pieza porque la estaban matando los mosquitos.
Aunque sabe que por el momento no podrá mudarse, en la semana que sigue Silvana recorre departamentos en venta e inmobiliarias. Un par de esos días la acompaña su hija mayor, que aprovecha para conocer nuevos barrios y que siempre encuentra algún defecto (mala ubicación, poca luz, ambientes chicos, sensación de encierro, humedad en las paredes). Aunque le da la razón en casi todos los casos, Silvana le dice que ya no está en condiciones de ponerse “en exquisita”.
Como no trabaja y estudia cada vez menos, Maite tiene demasiado tiempo para hacerse preguntas y pensar en el futuro. Una noche, mientras espera al colectivo que la llevará al cumpleaños de una ex compañera de la primaria, ve pegado en un poste de luz el anuncio de un instituto de yoga. A los tres días, cuando logra convencer a Daniela de ir a inscribirse, vuelve para fijarse la dirección pero ve que esa publicidad fue cubierta por la de un taller literario.
Una de esas tardes, en el momento en que Andrea abre las canillas de la ducha, toca el timbre de la casa una pareja de recién casados. Vienen de la inmobiliaria con intenciones de comprar. Maite los recibe, les muestra el living, la cocina, el baño de servicio y las habitaciones.
–Nos dijeron que había un baño más grande –dice la mujer.
–Sí, por allá –señala Maite–, pero está ocupado ahora.
La pareja espera con impaciencia, fumando en el pasillo, y en un momento el hombre dice en voz baja que la persona que está en el baño se debe haber desmayado. Maite les dice que la casa todavía está en movimiento, y después, cuando ellos no pueden esperar más y se despiden, no sabe si insultarlos o ponerse contenta.


Cómo aumenta la temperatura cuanto más nos acercamos al verano, se asombra Maite camino a su casa, pero enseguida piensa que en realidad eso es lo más lógico del mundo y que lo inverso podría desencadenar una catástrofe.
Cuando ve a su hermana bajar de un auto, con el guardapolvo hecho un bollo en uno de sus puños, piensa que el mes que viene cumplirá dos años de egresada y que sería bueno celebrarlo. A la noche le comenta su plan a Daniela y entre las dos fijan la hora y el lugar de la reunión. Al día siguiente, con la ayuda de Vicky Bartolomei, una chica que vive en el barrio y que conserva los números de todos sus ex compañeros –incluso de los menos populares–, organizan una cadena telefónica.
La familia Pastorino sigue viviendo bajo un mismo techo hasta finales de noviembre, cuando sorpresivamente avisan desde la inmobiliaria que apareció un comprador. Con el dinero que le corresponde Eduardo compra un dos ambientes a estrenar en el barrio de Las Cañitas, entre Palermo y Belgrano. Silvana se muda con su hija menor a lo de su madre y casi todos los días, después del trabajo, recorre departamentos.
Maite se aloja en lo de los Conti, adonde también va, hasta que se concrete la mudanza, la mayoría de las cajas embaladas con libros y vajilla. Por las noches de esa transición, antes de irse a dormir y desde la ventana de Daniela –en el quinto piso del único edificio de la cuadra– Maite mira hacia la manzana de enfrente: la terraza oscura y la luz brillando en el que fue su dormitorio. Después levanta la cabeza, mira la línea despareja del horizonte y trata de imaginar el futuro.


Una semana después, cansada de lugares comunes, Maite abandona el taller literario y deja sola a Daniela, que sigue yendo sólo porque el Centro Cultural es el único lugar en donde puede ver a Rodrigo.
El segundo sábado de diciembre, a las nueve y media de la noche, las chicas llegan juntas a la Farola de Cabildo y al rato ven aparecer a Victoria Mosegui, una de las menos populares entre sus ex compañeras. La saludan y le dan charla con afecto fingido, y Victoria se muestra muy agradecida.
Cuarenta minutos más tarde, mientras todos comen pizza sentados a una larga mesa, Maite deja de conversar y logra abstraerse. Mira la escena como si la estuviera viendo por televisión. Escucha las voces, primero distinguiéndolas y después como un solo murmullo lejano, y llega a la conclusión de que las personas siempre hablan de lo mismo.
Antes, durante y luego de la sobremesa, dentro y fuera de La Farola, los grupos van intercambiando sus integrantes y repitiendo los temas: estudios, trabajos, noviazgos, política, proyectos, separaciones, mudanzas...


Silvana consigue a buen precio un lugar donde vivir (un PH de tres ambientes en la calle Bahía Blanca) y a la semana siguiente parten, desde Las Cañitas y Villa Urquiza, dos camiones hacia Floresta: uno transporta muebles; el otro, vajilla, libros y ropa.
Después de sortear con su hermana el ropero que usará cada una, Maite se fija si hay tono en el teléfono y marca el número de Daniela.
–El techo es altísimo, un pasillo angosto la entrada, todo con un poco de olor a pis de gato –intenta describirle.
Daniela anota la dirección, y unas horas más tarde, recorriendo los ambientes del PH, le cuenta que acaba de abandonar el taller literario porque ya logró intercambiar teléfonos con Rodrigo.
En los días que siguen, ninguna de las tres mujeres de la familia –o de las dos mujeres y la nena– logra adaptarse a la situación. Cada vez que sale de algún lugar, Maite piensa instintivamente en las líneas de colectivos que pasan por Urquiza. Andrea le pide por favor a su madre que el año que viene no la cambie de escuela, porque ahí tiene a todas sus amigas, y arruga la frente cada vez que la escucha presentarse como Silvana Bisconti en vez de Silvana Pastorino.


Como su vida social se desarrolla más que nada en los barrios de la zona norte de la ciudad, Maite decide pasar los fines de semana en el departamento de Las Cañitas. Un sábado en que su padre viajó a una quinta con su nueva pareja (una mujer veinte años menor que él) sube a tomar sol con Daniela a la terraza del edificio. A las diez menos cuarto de la noche, cuando ya están las dos bronceadas, bañadas y vestidas, oyen el portero eléctrico.
A Rodrigo y a Juan Cruz, como no tienen auto, les pareció una buena idea invitarlas a cenar a alguno de los restaurantes modernos que hay por el barrio. Pero después de caminar varios minutos, comparando precios y fachadas, terminan comiendo en una parrilla mucho más barata e informal, a media cuadra de la cancha de polo.
A la una de la madrugada, en la cocina del departamento, las chicas huelen la bocanada de humo que les llega desde el balcón. Terminan de preparar las bebidas y, al atravesar el living en penumbras, distinguen las siluetas acodadas en la baranda.
La primera que se anima a fumar es Daniela; aspira, retiene en los pulmones, tose cuatro veces y hace girar la pequeña pipa en el sentido de las agujas del reloj.
–Imaginate que es la de Juancho –le dice riendo a Maite al ver que ella no sabe cómo pitar.
Durante los minutos que siguen, los cuatro miran el bulevar que hay ocho pisos más abajo, la avenida Luis María Campos y las ventanas de los edificios vecinos, y hablan, entre más cosas, sobre la cercanía de Navidad.
–¿Nadie quiere bajar a comprar algo rico? –pregunta en un momento Rodrigo, mojándose los labios con la lengua.
Maite y Juan Cruz bajan en el ascensor, abren la puerta de calle, caminan sin hablar. Cuando vuelven al bulevar con los bolsillos cargados, ella pregunta qué estarán dando por televisión y dice que el hombre que atendía el kiosco parecía francés.
–¿Por qué parecía?
–No sé. Fue silencioso, no dijo casi nada. Pero tenía pinta de francés.


A la noche del día siguiente, Eduardo vuelve de la quinta de mal humor y, cuando ve el desorden que hay en el living, se descarga con su hija.
–Si yo me voy un fin de semana, no es para que vos vengas acá a llenar todo de amiguitos –le dice con mal tono.
Sin responder ni una palabra, Maite mete el cepillo de dientes y sus demás cosas en una mochila. Sale del departamento pegando un portazo y baja en el ascensor. Mientras cruza el bulevar, siente que alguien la mira desde una hamaca pero no se da vuelta.
Camina por Luis María Campos hacia el lado de Plaza Italia, en sentido inverso al de los autos y colectivos que van rumbo al norte. Está muy seria pero al llegar a la esquina de Santa Fe no puede evitar sonreír. Certamen de ajedrez de las Fuerzas Armadas, lee en la parte blanca de una bandera argentina que flamea en la puerta del Regimiento Patricios.
Un rato después, mientras espera el 55 que la llevará a Floresta, a media cuadra de un boliche de música tropical, piensa en la frase que le dirá a Juan Cruz cuando vuelva a verlo. Planea el tono, la cadencia y la velocidad justa de cada una de las palabras, como si estuviera escribiendo una línea de diálogo de su película interna.


–Milicos jugando al ajedrez, insólito, como esquimales tomando sol en el Caribe –le dice a Juan Cruz recién al atardecer del sábado siguiente, después de verlo cuatro días durante la semana, mientras viajan en colectivo por la avenida Álvarez Thomas. Él la mira con una sonrisa, compartiendo tácitamente el sentido de la frase, y señala el ventilador que gira en la ventana de un departamento.
Cuando se desocupa la hilera de asientos del fondo, Maite se muda ahí, espera a que él llegue y, pensando en su nombre, se cruza de piernas.
–¿No te gusta?... En realidad no es una tobillera. Es un collar que le compré a un ciego una vez... Pensé que lo había perdido, con todo el quilombo de la mudanza. Pero lo vi el otro día.
Juan Cruz estira un brazo y mueve hasta su falda uno de los tobillos de Maite. Ella gira sobre su cola, queda acostada a lo largo en los asientos, y desde ahí mira la oreja izquierda de él, los pelos de la patilla, los rulos hasta los hombros, la mitad del círculo rojo estampado en su remera.
Tocan el timbre en una esquina de Monroe, y al bajar en la parada se cruzan de vereda para comprar cigarrillos.
–La otra noche –dice ella abriendo el atado–, cuando volvíamos del kiosco, me pasó algo muy raro que después te voy a contar... No te lo dije antes porque no teníamos confianza.
Caminan dos cuadras y en una esquina, en penumbras porque todavía no se encendieron las luces de los postes, Juan Cruz se para, mira un local vacío y pregunta si antes en ese lugar no había una verdulería.
–Antes. Pero a la vuelta pusieron un súper.
–Acá, estoy casi seguro, una vez me robé una manzana, por una apuesta que había hecho con un amigo. Veníamos de la estación, me parece. Me la puse entre la panza y la remera. El verdulero creo que no me vio. Tenía un delantal blanco todo sucio. Pero cuando me estaba yendo, se me cae al suelo y sin pensarlo la pateo con todo. Le di bien con el empeine y voló hasta ahí, hasta el cantero de ese árbol de allá –cuenta Juan Cruz.
–Punguista, delincuente. Japonés ladrón –le dice Maite sin sonreír, tocándole el centro del pecho por sobre la remera, y mira hacia la vereda de enfrente como buscando la manzana.