[por Graciela Goldchluk]
El viernes 27 de julio de 1956, a los veintitrés años, Manuel Puig deja el puerto de Buenos Aires en un barco que lo llevaría a Roma con una beca para estudiar en el Centro Sperimentale di Cinematografia. Durante la separación, que durará seis años con un intervalo durante 1960, Manuel escribe cartas a su familia firmadas con el apodo Coco. Cada nuevo viaje da origen a una correspondencia asidua y a través de su seguimiento, los lectores de Puig podremos acceder por primera vez a un relato sostenido por un único narrador. Como podría suceder en una novela, o como una película que va siguiendo los avatares de una vida entroncada con la Historia, este relato cambia de escenarios y a cada uno de ellos le corresponderá un Manuel Puig diferente, aun cuando sea el mismo. De ese modo el libro se presenta en tres partes: Cartas europeas (1956-1962), donde Coco se convierte en escritor; Cartas de New York (1963-1967), donde es un escritor que desea ser publicado; y Desde Río de Janeiro (1980-1983), donde la firma pertenece ya al escritor Manuel Puig. Este primer volumen recoge las cartas europeas.
Desde que hace escala en Montevideo hasta que regresa por segunda vez a Buenos Aires, Manuel envía a su familia ciento setenta y dos cartas. En ellas se cuenta una novela de iniciación: los trabajos y los días se suceden entre Roma, París, Londres y Estocolmo, mientras el viajero va en busca de un tesoro que, como en el cuento, estaba enterrado en el jardín de su casa. En cada uno de los envíos asoma la maestría narrativa de Puig. Sin la presión que tendrá años más tarde como escritor, con un público cautivo formado por sus padres y su hermano, sabedor de que esos lectores esperan con ansia las entregas semanales, este narrador tiende a construir un relato que resulte, ante todo, interesante. Los sobreentendidos familiares no entorpecen el fluir de la historia; Coco abunda en detalles, pero se preocupa por ubicar la acción en el conjunto de los acontecimientos. Al mismo tiempo, y éste es un legado que pasará a la literatura, las cartas sostienen una conversación que durará seis años.
Para los lectores de Manuel Puig, las cartas que Coco envía a su familia cuentan, además, varias historias en las que es posible rastrear la construcción anticipada de una imagen de escritor.
Una de ellas es la del turista de clase media. La primera preocupación del viajero será hacer rendir su dinero sin perder ninguna función de cine o de teatro. En esta historia todo cuenta, desde el lavado de las camisas hasta las galletitas, lo que se gasta y lo que se gana. Todo se acomoda en función de una única necesidad, acaso un impulso irrefrenable al que cede en la primera escala del barco, Montevideo: Me di una gran vuelta en tranvía y trolley y después no aguanté la tentación de ver “Locura de verano”, con K. Hepburn. Muy linda, pero me cayó mal pues es toda de despedidas. Al mes de llegar a Roma, Manuel comienza a dar clases particulares de inglés y francés, y a los seis meses, con la ayuda de su amigo Mario Fenelli, consigue sus primeras traducciones de guiones y subtitulado de películas. Con el tiempo, intentos para obtener nuevas becas, trabajos diversos y formas de ahorro en comida o ropa aparecen ligados a la posibilidad de permanecer más tiempo en París, conocer otros lugares o reponer lo gastado en entradas de teatro y cines de estreno, que son carísimas: Vi a Ingrid en “Té y simpatía”, tercera fila de platea (no me pregunten el precio), una gracia bárbara pero molesta el esfuerzo que hace con el idioma.
Otra historia es la del políglota. Puig viaja a Europa con diplomas en lengua y literatura inglesa, francesa e italiana. Este capital cultural, que él se preocupa por acrecentar estudiando alemán, le garantiza el acceso al mundo del cine europeo. El dominio de idiomas funciona efectivamente en el momento de conseguir trabajo, pero no es menos importante para ver películas en su lengua original y para desenvolverse en diferentes ambientes, hacer amigos y atravesar fronteras. Cuando visite Grecia comentará: Por primera vez me encontraba en un lugar sin entender nada. En Estocolmo permanece unos meses y se dirige en peregrinación a la casa donde había vivido Greta Garbo: Una casa de departamentos pobrísima y tétrica en el barrio más deprimente de Estocolmo. Barbuté algunas palabras en sueco (!!!) con unas viejitas vecinas que la conocían. El pasaje de una lengua a otra es una marca presente en la literatura de Puig, quien llega a escribir directamente en inglés, portugués e italiano. Pero más que la adquisición de la escritura en otro idioma, lo que se percibe en esta etapa es la desnaturalización de la propia lengua, la conciencia de la “prótesis de origen”. Puig se sentirá extranjero en todos los idiomas. El italiano con el que se comunica en Roma proviene de un Instituto; las cartas, en cambio, están plagadas de expresiones del dialecto rural que se hablaba en la zona de Parma-Piacenza, transmitido a través de la rama materna de la familia, los Delledonne. A pesar de esa desventaja, los primeros diálogos que escribe para sus clases de guión revelan una maestría que provocará cierto resquemor entre sus compañeros italianos frente a este sudamericano que habla con acento. El primer intento consciente de escritura se concreta en los guiones Ball Cancelled y Summer Indoors, en un inglés con registro de traducción. Sin embargo, la insatisfacción que producen no se relaciona con el dominio del idioma, sino con la falta de sinceridad que subyace en un producto pensado para conformar al ilusorio mercado cinematográfico. Cuando Puig ensaya el español, la lengua de traducción con la que trabaja en el subtitulado de películas, es porque en La tajada se decide a contar la historia de una corista que quiere ser actriz, que quiere ser fina, y que asciende con el peronismo. La evolución del lenguaje que puede rastrearse al comparar el idioma que Puig usa en las cartas con la escritura de su guión La tajada, y más tarde con las diferentes versiones hasta llegar a la definitiva de La traición de Rita Hayworth, muestra una sucesiva despersonalización. Ese lenguaje no es de nadie, no se posee sino que se usa. La artificiosidad máxima da por resultado una lengua que parece hablarse sola al mismo tiempo que se desvanece sin dejar huella. Nadie sabe cómo o dónde habla el autor, aunque sepamos cómo lo hacen sus personajes (la frase es de Onetti y transmite una molestia que es a la vez uno de los mayores elogios hacia la literatura de Puig). Afuera del país pero no exiliado, de viaje por Europa pero no de paseo, extranjero en todas las lenguas, Manuel Puig opera de manera inversa al escritor erudito que delimita un idiolecto preciso, inalienable, que cultiva el jardín de un idioma al cual podrá volver siempre como una patria. Si persigue una forma es aquella que lo llevará a las multitudes por el camino de la alienación. En ese camino inventa una literatura, pero esa literatura no está en el lenguaje.
Otras historias van dibujando una imagen a contrapelo de la que el propio Puig construyó en sus reportajes y a través de su obra. La tan famosa fascinación por Hollywood puede tambalear frente a la afirmación de Coco, desde Londres: Me tengo que conformar con todas las americanadas porque no hay cine francés o italiano, muy poco y cortado. A ésta se pueden sumar críticas a Hitchcock, von Sternberg o Douglas Sirk, cuya presencia en la narrativa de Puig es indudable. El catálogo que se abre con la correspondencia, y que incluye la mención de casi cuatrocientas películas diferentes en estos primeros años, además de las obras de teatro y óperas, permite matizar muchas de las afirmaciones de la crítica. Las cartas son para la familia, pero a la vez sostienen un diálogo hecho de guiños, acuerdos y viejas discusiones cinematográficas con un interlocutor privilegiado y experto: su madre. Coco comenta las películas y las obras de teatro que ve, pero también usa los títulos como una contraseña. Es habitual que al nombrar a una actriz haga referencia a uno o varios trabajos anteriores, y casi inevitable que el apellido de un director esté seguido de varios títulos de películas entre paréntesis a modo de ubicación, pero también de complicidad en el recuerdo. Como buen conocedor, distingue una “americanada” de una buena película de Hollywood, sostiene sus opiniones acerca de directores italianos, ingleses, franceses, alemanes, japoneses, y se preocupa por ver cine hindú y soviético. Con el tiempo, Manuel Puig usará todo lo aprendido en el cine y se distanciará de la mirada de sus años de formación.
El catálogo incluye también algunos libros. A los pocos meses de llegar a Roma, escribe a su familia: Bueno, me estoy helando, escribo sobre la tapa de un libro de Colette: “Mitsou”, muy lindo, sobre los entretelones del music hall. Se me dio por Colette, de la misma Biblioteca (la francesa) saqué “La retraite sentimentale”, precioso. Ocasionalmente, Manuel incluye comentarios y recomendaciones de libros que ha leído en las bibliotecas públicas de Roma, París o Estocolmo. Sus observaciones distan mucho de las que se esperan de un escritor, y la selección no parece orientada a la literatura. Sin embargo, en abril de 1962 aparece esta frase: Leí “La luna e i falò” de Pavese, bastante interesante, tiene cosas muy hermosas, sobre todo me gustó cuando habla de un italiano que vive en USA. Leí también una novela beatnik “The Subterraneans”, un plato, pero por lo menos refleja algo moderno. Un mes más tarde nos enteraremos de que para ese momento estaba comenzando a escribir su primera novela. Las cartas nos obligan entonces a pensar una vez más la imagen de escritor más difundida y cultivada por Puig: el mito del escritor iletrado. Es inevitable advertir que la lectura fue una actividad presente en la vida de Puig, pero no lo fue del mismo modo la compra de libros: pagar la entrada al cine o la cuota de la biblioteca le aseguraban el consumo de bienes culturales tan diversos como intercambiables. Esta modalidad no pudo menos que inquietar a una clase intelectual acostumbrada al retrato del escritor con su biblioteca personal de fondo, como garantía de la posesión de un saber cierto. En cambio, quienes visitan a Puig se encuentran con un televisor y una colección de películas. La posibilidad de intercambio tuvo un comienzo en la infancia. En los altos del cine Español de General Villegas, donde Coco iba todos los días con su madre, funcionó entre 1935 y 1950 la Biblioteca Municipal. Una escalera de madera –que el niño Juan Manuel Puig subía y bajaba con frecuencia– comunicaba los dos únicos lugares del pueblo donde la realidad se volvía verdadera. Con el tiempo, el escritor recordó que la biblioteca puede quedar en el cine, que tal vez sea la Enciclopedia de la modernidad.
Las cartas europeas cuentan una novela de iniciación. Cómo Coco se convierte en Manuel Puig (una operación que va de la firma de la carta al remitente del sobre), o cómo Manuel Puig convierte a Coco en Toto, y a Male en Mita. Al terminar el ciclo la metamorfosis se ha consumado: Prepárense: llego muy mal de cara pero muy feliz, he pasado un año y medio de maravilla y enloquecido con los frutos de esta estadía!!!